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jueves, 17 de marzo de 2011

EL BARRIO, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Vea comisario, acá no se puede culpar a nadie. O más bien, todos tenemos la culpa. Ellos, por su obstinación en evitar el barrio. Nosotros, por no entender el terror que les inspiramos. Uno que hace años que trabaja acá, y conoce a la gente, y sabe que está cansada. Cansada de que la ambulancia no quiera venir porque es una villa. De que los bomberos digan que no tienen autobombas y piensen que sería mejor que se quemasen algunas casillas. Ni hablar de cuando algún vecino va a buscar trabajo. Dice que vive acá y se creen que es ladrón. Jamás vuelven a llamarlo.
            Entonces llegaron los “bienudos”. Bueno, nosotros los llamamos así. En realidad son vecinos igual que los que viven acá, pero a ellos les tocó vivir del otro lado de la autopista, donde hay cloacas, servicio de gas y paradas de colectivos. Pero que quede claro, cuando el golf llegó este barrio hacía años que existía. Empezó con un puñado de santiagueños que vinieron a Buenos Aires para trabajar en una automotriz por aquí cerca. En ese entonces no había muchos colectivos y se hacía difícil viajar desde Capital u otro barrio del Gran Buenos Aires. Así que los que llegaron se trajeron a la familia y empezaron a armar casas precarias con cartón y plástico enfrente de la ruta. Después les fueron agregando ladrillos, madera y algunos hasta hicieron dos pisos cuando se casó alguno de los hijos.
            Hacia el final de los ´70 vivían unas 300 familias y las cosas se pusieron duras. Usted no puede desconocer cómo fue aquel tiempo. Todos los días había razzias y un día se llevaron a los tres chicos que venían a dar apoyo escolar y clases de costura. Por esa época empezaron a instalar barrios privados, siempre cuidando de mantener una distancia prudencial de la villa. Uno se encontraba a sus mujeres en la panadería, donde la empleada siempre les atendía primero y agregaba algunos caramelos a la bolsa de la compra. Estaban también en el mercadito, donde empezaron a traer más lomo y menos osobuco y hueso con carne. Las papas y las calabazas ya no fueron las mismas.  Las primeras venían cepilladas y relucientes. “Para comer con cáscara”, aconsejaba el verdulero. Las segundas dejaron de ser hortalizas panzonas y se transformaron en cubos o rodajas prolijamente envasadas. Desde entonces, hubo cada vez menos ingredientes para el guiso de los pobres y más exquisiteces para complacer los antojos de los ricos.
            El golf también fue un capricho. Ellos querían hacer deporte y entretenerse cerquita de su casa del countrie. Por eso convirtieron un terreno que estaba destinado a salita de salud en un campo de 18 hoyos. Claro que el centro sanitario se hizo igual. Con el producto de la venta de esas tierras, el Municipio pudo construir una muy bien equipada  adentro del barrio. Voltearon dos o tres casillas y trasladaron a la gente a la periferia. Entonces colocaron un trailer más o menos equipado pero jamás pudieron conseguir médicos dispuestos a hacer guardias de 24 horas en medio de lo que ellos consideraban una villa. El remolque se fue oxidando de a poco, los vecinos se llevaron algunas chapas para tapar agujeros en las casillas y un día los funcionarios municipales vinieron a buscar los equipos “para que nadie se los robe”.
            En el golf no tuvieron esos problemas. La obra avanzó rapidísimo y en unos meses empezaron a llegar ejecutivos que hablaban de negocios mientras recorrían los greens. En los años siguientes armaron cabañas y chalets, dos piletas de natación y un montón de parrillas en el parque arbolado donde venían a descansar los fines de semana, a festejar cumpleaños con amigos o mandaban a la mujer y los chicos mientras esperaban las vacaciones. Eso sí, ni siquiera se dignaban mirar el barrio que tenían del otro lado de la autopista y jamás tomaron a ninguno de los nuestros que fueron a pedir trabajo, por muy buenas referencias que llevasen.
            Los domingos al atardecer la autopista se cargaba de autos que volvían a la ciudad después de un día al aire libre. Habían estado en los countries de la zona, y muchos habían pasado por el golf. La vuelta los obligaba  a tomar la colectora y marchar cerca de un kilómetro a la vera del barrio. No le voy a negar que algunos miraban a los chicos y a los perros del barrio con cierta pena, o incluso con ternura. Pero en la mayoría de los que iban en aquellos autos último modelo se pintaban el morbo, la repugnancia e incluso el temor.
Ellos encaraban ese tramo que los llevaba a la autopista con la máxima velocidad permitida, e incluso por encima de ese límite. Trababan las puertas y, a veces, ni siquiera respetaban los semáforos.  Por eso los papás pedimos que en las escuelas les diesen clases a nuestros hijos para enseñarles a mirar a ambos lados antes de cruzar y estar atentos a posibles bólidos último modelo que transiten fuera de control.
Pero a los del golf no les alcanzó con pasar vertiginosamente y diseñaron un camino alternativo. Primero tímidamente, y después de modo sistemático ellos decidieron que era preferible arriesgarse a tener un accidente a permitir que les robase alguien surgido de aquellas casuchas destartaladas.
            Y se obstinaron en no cruzar del otro lado de la autopista. Ni bien salían del golf tomaban la colectora de contramano unas diez cuadras y tomar el puente que llegaba hasta la mano de la autopista que iba  a Capital. Lo gracioso del caso es que el camino que elegían pasaba frente a la cárcel de mujeres, donde se veían largas colas de madres y esposos, algunos con niños de la mano, esperando por ver a las reclusas. A ellos el espectáculo  les resultaba menos terrorífico o patético que nuestro barrio.
            No le voy a negar que a la gente de acá no le gustó mucho el cambio, pero no había nada que hacer. Ellos decían que era una cuestión de seguridad, qué tenían miedo de que lastimasen a sus familias y se limitaban a tomar precauciones. Argumentaban que lo que tenían les había costado mucho esfuerzo y que ningún vago de la villa se los iba a quitar. En el barrio alguien llamó para hacer el reclamo en la Municipalidad pero los zorros grises que multaban a los cartoneros por transitar por la colectora con sus carros tirados por caballos, jamás se acercaron para verificar la marcha  a contramano de los hombres del golf.
            A nosotros no nos molestaba que fuesen por la otra mano. Ni siquiera que dijesen que éramos chorros, pero sí que anduviesen en contra del tránsito porque en la colectora de enfrente había más gente aún que en la de la villa. Estaban los parientes de las presas, las mujeres de nuestro barrio que iban a vender comida, pañuelos de papel tissue o cigarrillos y los chicos que se acercaban a manguear algunas monedas a los que entraban y salían.
            Hasta que pasó lo de Doña Lupe. Usted debe conocerla. Ella es una viejita muy querida por acá. Vive con sus cuatro hijos, quince nietos y unos cuantos bisnietos en una de las primeras casillas que se instalaron. La armó su marido cuando se vinieron de Santiago. Ella debe andar por los 80 años, pero todavía es muy activa. Los sábados y domingos instala un puestito con dos cajones en la vereda de la cárcel y vende empanadas y pastelitos a los visitantes. Pero además reparte estampitas a San Expedito, el santo de las cosas urgentes y de la Virgen de la Merced, la patrona de los presos. La Lupe también daba consejos a los que quisiesen escucharla. Consolaba a los parientes tristes, entretenía a los chicos que esperaban en la cola. Por eso las visitas la quieren mucho y las presas acostumbran mandarle saludos o pedidos desde adentro.
            Un domingo a la tardecita Doña Lupe volvía  al barrio contando los pesitos que se había ganado, cuando una camioneta salió imprevistamente del acceso al golf y encaró la colectora de contramano. Era de esas que tienen vidrios polarizados y tracción en las cuatro ruedas, pero no alcanzó a frenar y se llevó a la viejita por delante. La Lupe quedó tirada en mitad de la calle, delante de la camioneta. Un hombre bajó con cara de susto y tartamudeó algo que nadie pudo entender. Dejó la puerta del auto abierta y desde adentro se escuchaban las protestas de una mujer y el llanto de una nena.
            La vieja se quejaba bajito mientras intentaba parar la sangre que le salía de la rodilla. A su alrededor se empezó a juntar gente. Muchos eran vecinos del la villa que llegaron alertados del accidente  por alguno de los chicos. Pero también había parientes de las presas que conocían a Lupe de las interminables horas en la cola de ingreso.
            El hombre de la camioneta no sabía qué hacer. Empezó a hablar desesperadamente por su celular. Parecía que hablaba con su abogado y discutía estrategias de defensa. Como cada vez se oía más fuerte el llanto de una nena, le gritó a su mujer que trabase las puertas y se quedase adentro. Para ese entonces la colectora era una fila interminable de autos y camionetas en los que se amontonaban niños somnolientos y mujeres con costosos equipos de ropa deportiva. Cuando llegó uno de los hijos de Lupe el hombre no pidió disculpas ni se ofreció a llevarla al hospital. Sacó una billetera de cuero del bolsillo de su pantalón y le extendió al pibe tres billetes de los grandes para acallar su conciencia.
            Creo que nadie esperaba eso. Sí una tonta excusa, un pedido de perdón pero no aquella muestra de impunidad. No sé que fueron primero, si los gritos o las piedras. El caso es que una lluvia de cascotes empezó a caer sobre el parabrisas de la camioneta de vidrios polarizados, pero también del resto de los autos de la cola. Algunas también les tocaron a los conductores que se habían bajado de sus vehículos. Pero también hubo una catarata de insultos que llegaba desde la vereda, pero también desde adentro de los pabellones del penal adonde había llegado la noticia del accidente.
            La Lupe estuvo apenas unos días en el hospital. Los médicos le dijeron que tenía dos costillas y una pierna quebradas pero la había sacado barata. Ellos se fueron ese día con el terror pintado en la cara. ¡Quien sabe! Tal vez, era lo que estaban buscando. Y desde entonces empezaron a llegarse hasta el puente siguiente, para no bordear la villa ni contradecir el tránsito. Yo creo que ganamos todos, ¿a usted que le parece?

1 comentario:

  1. Yo no soy el comisario, pero a mí me parece que los bienudos son basura en todos lados y cuando andan manejando, mucho peor.
    Eliza, desde Uruguay

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