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jueves, 31 de marzo de 2011

PENA DE AMOR, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Allá por la década del ´70 las vecinas de Boedo tenían muchas cosas en claro. Sabían que la mejor fruta era la de la verdulería de Don Manuel, en una esquina de Carlos Calvo y que para hacerse un vestido de novia o un traje bien cortado había que ir a la modista de San Juan y Loria. También era un secreto a voces que para las cuitas sentimentales, nadie como la Doctora Amor.
Nadie sabía el nombre de la dama bajita y regordeta que orillaba los 40 cuando llegó a vivir al barrio. Se instaló en una casa antigua, de ventanas coloniales, con vista a la plaza Martín Fierro y colocó en el frente un minúsculo cartel fileteado que decía . “Doctora Amor”.
A las vecinas no les gustó mucho el tema. Ellas tenían una confianza ciega en la pediatra del barrio que era capaz de atender en plena madrugada y aprovechaba sus visitas a domicilio para revisar a toda la familia, desde los chicos a la abuela. No les causó ninguna gracia que alguien viniese a hacerle la competencia. Estaban convencidas de que el barrio no necesitaba más doctores y así se lo hicieron saber a la forastera.
Pero la mujer no se inmutó. Les explicó con suma paciencia a quienes se acercaron, que ella no curaba anginas ni empachos, sino que se ocupaba de los males del amor. La respuesta hizo reír bastante a los hombres quienes convirtieron las actividades de la doctora Amor en el tema favorito de las conversaciones mientras jugaban un partido de truco o compartían un aperitivo en el café de Oruro y San Juan. Sin embargo, a las mujeres les interesaron los servicios que promocionaba la dama y empezaron a visitarla con frecuencia.
Al principio los encuentros eran pura cortesía. Las señoras aseguraban que llegaban a darle la bienvenida a la recién llegada al barrio o a pasarle el dato  de una confitería europea que hacía las mejores facturas de Boedo. Pero, después se fueron acercando de a una, en visitas súper secretas, para contarle a la doctora sus cuitas amorosas. La primera fue Matilde, una maestra cincuentona de la escuela primaria de Carlos Calvo, que imploró un amor, cualquiera sea, para no quedarse para vestir santos.
La especialista le cobró apenas unas monedas (aseguró que lo suyo eran un don y no quería lucrar) y le dio un fragante frasco de agua de jazmines. Le recomendó usarlo en el ruedo del vestido, las muñecas y el cuello, y porqué no el escote, cuando saliera a pasear por el barrio.
Para los descreídos, la doctora le había dado a Matilde una colonia berreta a la que disfrazó con frases grandilocuentes como “pócima de amor” o “agua milagrosa para atraer hombres”. Pero, ya sea a causa de la sugestión, o de la eficacia del preparado, la maestra comenzó  a transitar el barrio con otra prestancia, con una seguridad distinta, como si se hubiese dado cuenta de que la vida todavía podía besarla en la boca y desplegarse a colores como un atlas.
Su actitud no pasó inadvertida  para muchos, pero sobre todo para Vicente, el portero del edificio donde vivía la maestra. El hombre comenzó a visitarla con la excusa de controlar el funcionamiento del calefón y del portero eléctrico. A los pocos meses dos seres maduros y apasionados compartían la cama tanto en la portería como en el cuarto piso y él una noche se animó, y con su único traje, le pidió casamiento.
La noticia alentó a muchas otras amantes desesperadas. Así fue como soleteras, viudas, divorciadas e incluso casadas comenzaron  a desfilar por el comedor de la doctora Amor. Allí ante la mesa de roble cubierta por un mantel tejido al crochet hubo quien pidió que el amado dejase a la esposa legal; quien suplicó que la amante del marido desapareciese de la faz de la tierra, y quien ofreció hasta lo que no tenía por los favores de algún hombre indiferente.
Llegaban adolescentes con sus uniformes escolares y ancianas enamoradas de un compañero de canasta en el centro de jubilados. Pocos hombres se animaron  a trasponer las puertas de la casona de la experta en amores. No porque descreyeran de sus habilidades, sino por vergüenza de confesar lo mucho que los podía hacer sufrir una mujer.
La doctora vivió frente  a la plaza Martín Fierro unos veinte años y,  aunque no todos los vecinos conocieron su labor, la mayoría presintió los efectos de las consultas en los romances del barrio. Porque durante todo ese tiempo la mujer fue la confidente de las señoras de Boedo. Casi como un rito iniciático, las madres llevaban a sus hijas a verla ni bien descubrían las primeras lágrimas provocadas por penas de amor. Incluso, muchas llegaron de parte de sus hijos varones para pedirle a la especialista que les sacase la espina que tenían atravesada en el corazón o lograse para ellos el favor de la chica de sus sueños.
Una mañana, una jovencita que se había escapado de la escuela para consultarla tocó el timbre de su casa durante un buen rato sin ningún resultado. Al mediodía eran varias las amas de casa que hacían cola con el changuito de compras o la bolsa del shopping. Querían un consejo, una sugerencia o una pócima infalible y tenía que ser urgente, antes de que los chicos saliesen de la escuela. A la hora de la siesta un grupo bien nutrido esperaba pacientemente la aparición de la especialista.
Pero aquel día nadie respondió al timbre. A la mañana siguiente llegó a la casa una anciana con un leve parecido con la doctora. Les contó a los vecinos que era su hermana mayor y todos le creyeron porque además del aire de familia, traía una copia de la llave. Al entrar la encontraron muerta. Sentada en la silla en la que solía acomodarse para atender a sus pacientes. El médico dijo que fue una falla cardíaca y que la pobrecita no sufrió.
Sus clientas más dilectas se ofrecieron a ayudar a limpiar la casa y vaciar los placares. A su hermana le daba mucha pena hacerlo. Detrás del aparador del comedor encontraron unas cien cartas cerradas, en sobres de color lila, con una letra menuda de lapicera de tinta. Algunas tenían los trazos corridos como si alguien hubiese llorado sobre ellas.  No habían sido abiertas y parecía como si alguien las hubiese devuelto al remitente sin tomarse el trabajo de abrirlas. Todas tenían el mismo destinatario: un oculista de Flores.
Junto a ellas había un manojo de fotos. Unas eran retratos o imágenes de grupos. Otras eran distantes, parecían tomadas por asalto. En todas estaba  hombre alto, de mirada severa. Había decenas de fotos. Algunas lo mostraban joven, con un grupo de amigos de su edad, entre los que podía distinguirse una jovencita bastante parecida a la doctora Amor. En otras se lo veía más maduro con una mujer que lo abrazaba y tres niños sonrientes posando entre ellos. 
En el barrio prefirieron pensar que las cartas volvieron porque el oculista se había mudado. Pero una vecina que tenía una parienta por la avenida Rivadavia constató que el consultorio seguía allí en un edificio centenario, en la dirección que decían los sobres. Pero siguieron buscando explicaciones. Jamás iban  a asumir que la experta en amores había vivido enamorada de un hombre que jamás la correspondió.

3 comentarios:

  1. Si quieres conocer la felicidad, es necesario que conozcas la depresión y si quieres dar concejos de amor...tienes que saber lo que es sufrir el desamor.

    Felicitaciones... me encanto

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  2. Muy lindo, Eva, me emocionó.

    Mostraste una realidad en que vale el viejo refrán "En casa de herrero...". Sabiduría inaplicable en sí mismos, casi siempre, para quienes la han adquirido por su experiencia de vida. Pero vertida en otros, con la generosa solidaridad de los que han sufrido.

    Un besote, Eliza

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  3. Cierto, Eliza. A veces el dolor es un gran consejero, no? Y las personas que creemos inalcanzables suelen ser absolutamente vulnerables... Un abrazo y me alegra que retomes tus lecturas. Eva

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