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domingo, 10 de abril de 2011

CRISTINA, por Rubén Amaya, de San Miguel de Tucumán, Argentina


I

Con contradicciones y desplantes, Cristina siempre fue una mujer entera. Al conocernos, podría jurar que no éramos las personas indicadas para ser amigos. Ella consideraba mis posturas, como dogmáticas. Yo le señalaba cierta dualidad, que indicaba, según mi punto de vista, falta de definición.
Una amiga común me acercó poemas escritos por ella. Con la honestidad y la soberbia de los veinte años, critiqué su falta de compromiso.
Al poco tiempo me invitaron a una reunión informal, en casa de amigos. Marta, la dueña de casa, me recibió acompañada de una desconocida. Pelo negro, estatura mediana, delgada, elegante, ojos negros, de mirada franca. No eran un rostro y una figura que pasaran desapercibidos. No era algo físico. Emanaba de su interior y se transmitía en cada movimiento. Marta la tomó de un brazo, y con una pícara mirada, me dijo:
- Te presento a Cristina. Ya le comentaron tu opinión sobre sus poemas.
Advertido de su temperamento, me preparé para un enfrentamiento, ejercicio que debo confesar, me encantaba. Le extendí mi mano. Mirándome fijo a los ojos, me dijo:
- Vos y yo tenemos mucho de qué hablar.
Nuestra amistad se modeló al calor de la época. Eran mediados de los sesenta. Estábamos seguros que todo estaba al alcance de nuestras manos. Transformar el mundo como objetivo de partida.
En la medida en que profundizábamos nuestra relación, sumábamos coincidencias, afinidades. No eran sencillas ni obvias. Nos descubríamos en las cuestiones de fondo, pero disentíamos en las formas.
Cristina militaba en la Juventud Peronista. Reunía tan amplio espectro de amigos, que no permitía códigos ni círculos. Iban y venían. Ella era el puerto, la calma de la sala de espera y el abrazo del andén. A veces también partía. Se internaba en sus pasiones abandonando todo equipaje en el camino. Cuando traía sus restos de regreso, me buscaba. Era una profesión reconstruirnos.
Nuestra discusiones eran apasionadas, pero sin rencores. Amanecíamos discutiendo a Perón, a Marx, a Jesús. Escuchando a Pugliese, Mercedes, Los Beatles, Beethoven. Leyendo a Pablo, a la tristeza de Vallejo o a la fuerza de Tejada Gómez.
En algún momento de nuestra relación, creímos enamorarnos uno del otro. Pero no al mismo tiempo. Cuando me sucedió a mí, ella había partido a alguna de sus azarosas aventuras. Cuando creyó sentirlo ella, yo estaba inmerso en mi vocación de redimir al mundo.
La primera vez que no tuve respuestas para un adiós de mujer, la busqué en su pecho, Ella me trató con antigua sabiduría de mujer. Me rodeó de ternura. Me enseñó la importancia de llorar. Con delicadeza me quitó cada espina de rencor que me pudiera haber quedado, como quien me depila el alma. Me ayudó a saber que todo final duele, pero menos si uno se va entero. Cuando mi angustia tomó un cauce más sereno (ya en la madrugada) me llevó a la cama. No fui su amante. Fui un niño que buscaba volver a un vientre de mujer para estar protegido. Luego, como una buena madre, me sacó de su lado y me devolvió al mundo.

II

- Cristina. el sábado hay un casamiento en la Villa de Retiro ¿Querés venir?
- Por lo menos decime quien se casa
- Una pareja de bolivianos. Son de la Federación de Villa de Emergencia.
Entramos por la Avenida Maipú, al fondo de Retiro. Mientras avanzamos por los pasillos de la villa, sentimos la tensión del momento que estamos viviendo. No se trata de saber si caerá el gobierno de Illia, sino cuando. Onganía no promete diálogo con los villeros, ni con nadie que disienta. La reiterada amenaza de las topadoras se siente muy próxima.
La fiesta del casamiento está en su apogeo. Parece una fiesta latinoamericana. Paraguayo, peruanos, chilenos, uruguayos, brasileños. Por supuesto, bolivianos y naturalmente provincianos, en su mayoría del norte argentino.
En un patio común, en medio de las casitas, están ubicadas las mesas, hechas con largos tablones sostenidos por caballetes. Los vecinos llegan con sus sillas, también con tablones que sostenidos por pilas de ladrillos se convierten en bancos ubicados alrededor del patio. La comida es el resultado de la colaboración solidaria. De ahí, la mezcla de tamales, empanadas, chipá, asado.
En una de las cabeceras de la mesa central, los novios reciben los saludos, acompañados por el Padre Mujica. Debe haber muy pocos que conozcan el nombre de ella. Para todos es Lunita. Una belleza coya. Cabello largo, más negro que la noche. Baja de estatura, pero con una mezcla de gracia y altivez, sugiere mayor altura. Pómulos ligeramente salientes, que alteran la redondez de su cara. Ojos negros. Su piel es morena, pero no moreno tierra, que parecería ser la marca de la degradación de la raza, sino un color fresco, que en determinados momentos refleja destellos dorados. Cuerpo armonioso. Parecería que Lunita sólo tiene como expresión, la sonrisa. Pero en situaciones graves, su gesto es firme y decidido.
Gabriel es un boliviano típico. A primera vista no hay nada en él que lo destaque. Sin embargo no tiene la actitud de humildad, rayana en la sumisión, que unifica a la gente del altiplano, trasladada a las grandes ciudades. Durante toda la noche llega toda la gama de artistas populares, aficionados y profesionales. Algunos de la villa. Dirigentes políticos, sociales, religiosos. Los motivos son diferentes. En los artistas, la actitud es transparente, la solidaridad con uno de los sectores más olvidados y combativos. En los dirigentes, los objetivos no son tan claros. En otros ámbitos, la presentación de un libro, el estreno de una obra de teatro, o de una película, son citas ineludibles para mostrarse. En algunos círculos políticos, cualquier acontecimiento en la villa, tiene el mismo simbolismo.
Cristina se encuentra con conocidos y la pierdo de vista. Cerca de madrugada, la busco para irnos. La encuentro en una de las casillas acondicionada para que duerman los chicos de los invitados. Son una legión, pero están perfectamente acomodados y abrigados. La acompaña Lunita. Por lo que escucho y luego me cuenta, hablaban de los problemas de la educación en la villa. Lunita es una de las que dirige el tema.
Mientras nos retiramos, Cristina permanece en silencio. Tomamos el 6, nos bajamos en Congreso. Entramos al bar Suárez a tomar el café con leche de la madrugada. Ella mantiene su silencio largo rato. De pronto me sorprende al correr el telón de una parte de su vida anterior, No suele hablar de su pasado.
- Cuando tenía cuatro años, me mandaron a un internado.
Habla como para sí misma. Yo no digo nada. Entiendo que tiene necesidad de hablar.
- Estuve hasta los diecisiete. Entonces me escapé. Aprendí a pelear la vida, porque me crié en un infierno.
Como si abriera una compuerta, se inundó de recuerdos. Casi todos muy duros.
- Desde que me fui, nunca volví a ver a nadie de ese lugar. Esto que vi esta noche, lo que me contaron acerca de los chicos, me emociona. No hay dudas que lo hacen con amor. Pero no me gustan los planes colectivos para chicos colectivos. Quiero ser yo. Que cada uno, sea uno. Por eso nunca podré integrarme a un partido que lo tenga todo planificado. No voy a aceptar la invitación de Lunita, a participar en su trabajo. Trataré de ayudar en lo que pueda, pero no quiero ser parte.

III

Un par de semanas sin vernos. El tiempo resultaba corto para todo lo que pasaba. El gobierno radical, finalmente había caído sin ningún reflejo de defensa. Onganía hizo sentir la dureza de los militares, también cayó. Levingston fue fugaz e intrascendente. Finalmente teníamos que enfrentarnos a Lanusse.
Era una vorágine que no respetaba tiempos interiores. A la salida de la oficina decidí visitarla. El colectivo me dejó a una cuadra de su departamento. Al llegar a la esquina, creí notar movimientos raros (aprendimos a vivir en alerta). Busqué un teléfono y la llamé. Me contestó una voz extraña, esto no era raro; su casa era un permanente refugio de solitarios y desamparados. La voz me dijo que Cristina no me podía atender, pero me esperaba. La alarma continuaba, llamé a algunos amigos, no sabían nada. Por fin, Marta me citó en un bar de Rivadavia y Medrano.
 En pocas palabras, me puso al tanto. Cristina estaba detenida. La policía había allanado su casa y permanecía en ella, con la intención de detener a todo el que fuera a buscarla. El amigo de un amigo, de paso por Buenos Aires, le pidió alojamiento por unos días. Nunca le dijo que pertenecía a una organización armada. Estábamos en los comienzos de los años 60. No habíamos llegado a la cresta de la ola de terror y de masacre.
No fue fácil, pero tampoco una epopeya, sacarla. Lugo, nos peleamos. Yo le reproché su inconsciencia. Desde el apogeo de mi verdad histórica, no le perdonaba habernos puesto en peligro por un “equivocado”. No lo discutió, Simplemente me echó de su casa.
Pasaba el tiempo y nos manteníamos alejados. Ninguno de los dos, atinaba a dar el primer paso. A nuestros gigantescos ideales, no les cabía una soberbia menor. Periódicamente me llegaban noticias de ella, que simulaba no escuchar. Si no las tenía, buscaba sin hacer preguntas directas.
La situación se ponía cada vez más dura. Persecuciones, terror; crisis íntimas y colectivas, desapariciones; rupturas, desencuentros, traiciones, heroísmos. Nos llevó tiempo y vidas, entender que el juego había cambiado. Nunca había sido un juego, Los represores, lo tenían más claro. Tuvimos que aprender una forma distinta de militancia. Incluso una forma distinta de vivir y de relacionarnos. Cuidarnos, no sólo por nosotros, sino especialmente no comprometer a quienes nos rodeaban. Cuidarnos de quienes nos rodeaban. Aprender a conocer nuestros límites, sin teorías ni romanticismos. Finalmente me veo obligado a sumarme a la numerosa caravana de exiliados.

IV

1982. Regreso y mi encuentro fortuito y casi de inmediato con Marta. Del universo que conocíamos no quedan sino señales. Como en toda catástrofe, la dispersión fue general y en todas direcciones. Muchos de los que pudieron irse, no quieren volver. Algunos se quedaron, para hacer lo que pudieran, otros para olvidarse. Están los que se quebraron, la peor forma de morir.
Marta me cuenta, que con Cristina me buscaron mucho tiempo, luego, ellas también se perdieron de vista.
1983. Estoy en la Feria del Libro, con un grupo de escritores tucumanos. Estamos en el bar y aparece Cristina. Nos sentamos en un rincón, apartados de los demás. Pone una mano en la mesa y me la ofrece. Al estrecharla, es nuestra historia la que apretamos. Sentimos la presencia del tiempo que se nos fue. Del tiempo que nos mataron.
- ¿Cómo estás?
- ¿Y vos?
A la madrugada estamos en un bar del Once. Tenemos una vida para contarnos. Al poco tiempo de desconectarnos, conoció a un hombre algo mayor que ella. Por su trabajo y militancia, recorría el país. Una mañana, Cristina desayunaba, cuando escuchó su nombre en la radio. Muerto en un atentado. No se detiene a contarme su dolor, nos conocemos. Sí, que al renunciar Cámpora, tiene que salir del país.
Ya de mañana, la acompaño a la estación, está viviendo por Ramos Mejía. Cuando se decide a subir al tren, nos damos un abrazo interminable.
Unos días después, me invita a su casa. Vive en pareja. Durante el viaje, me cuenta, Conoció a Daniel en Europa. Apenas llegada, Cristina se incorporó a una Comisión de ayuda a los presos, políticos. Allí lo conoció. Él había logrado la opción de salir del país, después de cinco años en la cárcel de Rawson.
El mismo Daniel, me pone al tanto de su historia. Desde el comienzo de su tragedia, su objetivo fue recuperar a su compañera. Los habían secuestrado juntos. Estuvieron un corto tiempo en el mismo lugar, luego comenzó el peregrinaje de Daniel por centros de detención. Casi un año después, llega a la cárcel. Le llegan rumores, la vieron, pero no precisan cuándo ni dónde. Desde su libertad y a la distancia, intenta averiguar lo imposible. Me confía con voz serena, que más de una vez se preguntó si había existido realmente. Al volver al país, acude a todos los medios, partidos políticos, familiares, liberados. También se ve en la necesidad de atender a su propia supervivencia. Reacomodarse en un país distinto, él, un hombre extraño. Sin un pedazo fundamental de su pasado, sin claridad en el futuro. Su reencuentro con Cristina.

V

Cristina trabaja en una empresa metalúrgica, colabora en una revista, escribe una novela. Daniel no anda bien, estuvo mucho más comprometido. Algunos mecanismos represivos siguen funcionando, los del Estado y los internos, agazapados en las cobardías personales. No puede regularizar su situación, no consigue trabajo efectivo. Es un desocupado con conciencia y con memoria. La lucidez pareciera ser una carga pesada para estar en medio del río.
Es un tiempo distinto. No hacemos ni la mitad de las cosas que acostumbrábamos. Los pedazos que nos faltan, no nos dejan recuperar el ritmo. Es como si nos faltara tiempo. También eso nos robaron, nuestro tiempo. Lo conversamos con Cristina, debemos recuperarlo. Tenemos que sumarnos y sumar en la recuperación de la utopía.
Construimos el hábito de frecuentarnos. Su casa o la nuestra, son refugios para los cuatro, Cristina y Daniel; Leonor y yo. No es un rincón de la nostalgia. Es la posibilidad de compartir esperanzas, desacuerdos, problemas cotidianos, dudas. Cuando necesitamos, volvemos al pasado, lo analizamos, lo discutimos, no le permitimos que nos detenga.
Más de un mes sin vernos. MI compañera está de viaje. En su ausencia, aprovecho para desarrollar proyectos que tenía demorados y que absorben todo mi tiempo. Cristina me llama a la oficina, necesita verme con urgencia. Le propongo vernos esa noche en su casa. Me dice que no, que me espera a la salida del trabajo, en un bar cercano.
Salgo un rato antes, llego al bar demasiado temprano. Sin embargo, Cristina ya está esperando, no me ve entrar. La observo mientras me acerco. Es más que una angustia lo que trasciende de ella. Le doy un beso, me siento y puedo percibir su esfuerzo para regresar del dolor. Me pone al tanto sin introducción
- Vos sabés que Daniel y yo, siempre que podemos, vamos a la ronda de las Madres, en la plaza. Dos jueves seguidos no fuimos. El primero, porque estuve muy resfriada, el segundo, porque él anduvo mal en las ventas y trabajó hasta muy tarde. Hace unos días tuvimos la visita de dos Madres. No es raro que vengan. Charlamos de mil cosas hasta que llegó Daniel.
Normalmente Cristina tiene un sonoro timbre de voz. Por alegría, enojo o entusiasmo, suele levantar su volumen, sin llegar al grito. Ahora, en la medida en que avanza en su relato, su voz se diluye en un murmullo incoloro. Me cuesta escucharla, pero no quiero interrumpirla.
- Yo presentía que la visita no era casual. Él las acompañó hasta tomar el colectivo. Al volver, me comentó que nos recomendaban no faltar el próximo jueves.
Se quedó largo rato en silencio, reuniendo fuerzas para continuar.
- Fuimos. Generalmente comenzamos solos, luego nos vamos reuniendo con los conocidos. Una Madre se nos acercó de inmediato. Nos separamos, yo caminaba adelante. Me di vuelta para buscarlos con la mirada y descubrí que se había detenido. Lo vi muy alterado, quise acercarme y una compañera me tomó del brazo y me dijo que esperara, ya me iba a enterar de que se trataba.
Nuevamente se quedó en silencio. Tanto, que supuse que ya no continuaría. Quiso encender un cigarrillo y la mano le temblaba. Prendí uno y se lo di.
- Antes de terminar la ronda, Daniel me pidió que nos fuéramos. Durante el viaje a casa no hablamos. Al llegar, preparé café y me dispuse a esperar. Finalmente me lo dijo. Era ella. Su compañera desaparecida.
No preguntés, no sabría explicarlo. Ella lo estuvo buscando, lo seguía haciendo. Alguien le dijo que creía haberlo visto en la ronda de los jueves. Estuvo precisamente las dos veces que no fuimos. Entonces habló con las Madres. Sus ojos contenían una constelación de lágrimas.
- Él la amaba. Se supone que a mí también me ama. ¿Cuál de las dos es la definitiva? Tengo que dejarlo ir, para que lo averigüe.
Cristina, querida amiga, te habían asesinado una vez más. Espero que no sea la definitiva.

1 comentario:

  1. Más allá de ser un relato que está muy bien escrito, el final corta la respiración. Por varios motivos, principalmente porque nos retrotrae a momentos oscuros de la historia del Río de la Plata y además porque, más allá de lo coyuntural, es una historia que podría suceder también en el aquí y el ahora. Es necesario, muchas veces, dejar partir a quiénes más amamos, para que recorran su camino. Hacerlo sin renunciar y en nombre de ese amor. Y salvarnos así de morir una y otra vez. Muy buen relato, me llamo a reflexión.

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