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miércoles, 4 de mayo de 2011

RETRATOS HABLADOS, por Jorge Enrique Aguayo, de Lima, Perú



I
Cuando la doctora Natalia llegó a trabajar, a las ocho de la mañana, vio el panorama a su alrededor aun más tumultuoso de lo que imaginaba. Doctores y enfermeras caminaban por todas partes, como hormigas asustadas, y a su derecha, la sala de espera estaba llena de rostros nerviosos, incluso medio desesperados.
       —¡Natalia, cámbiate rápido! ¡Necesitamos ayuda! —le gritaron por ahí.
       —¡Ya voy! —atinó solamente a decir ella.
       Siete minutos tardó en cambiarse y cumplir con todo el ritual de aseo que seguían los galenos. Entonces le mandaron al trescientos uno, donde un hombre de cuarenta y cuatro años, "caucásico, víctima de accidente de tránsito, con cuádruple fractura en la pierna izquierda" (según la voz de la enfermera), se gangrenaba como resultado de...
       —¿Gangrena, dices? —repreguntó a la enfermera.
       —Sí, gangrena, doctora.
       —¡Dios! ¿Está consciente el paciente?
       —No lo sé, doctora —le respondió ella, apurada, esperando irse—. Será mejor que lo vea usted misma.
       —Bien, lo haré. Gracias por el reporte.
       —De nada. Cualquier cosa, estoy en el doscientos cinco.
       —Bien, adiós...
       —¿Es usted la doctora? —preguntó una mujer que estaba de pie junto al enfermo, cuando le vio llegar.
       —Sí.
       —¡Y puedo saber por qué ha tardado tanto en subir? ¡ah?
       —Porque acabo de llegar al hospital, señorita —replicó Natalia, haciéndose respetar ante aquella voz insolente—. ¿Qué paso con su "maridito"? Cuénteme.
       —¡Mi "maridito"!
       —Claro... ¿o acaso me va a decir que es su esposo?
       —¡Oiga, usted quién se ha creído!
       —¡Oiga usted! —replicó Natalia entonces, con energía. —¡Por si no se ha dado cuenta, este hombre tiene una cuádruple fractura, y una gangrena, y está a punto de perder la pierna! ¡Es más, si no lo opero en máximo cinco minutos, definitivamente se la voy a tener que cortar! Así que no pierda el tiempo y dígame qué pasó con él, para saber si lo puedo mandar al quirófano de inmediato o si tengo que esperar.
       Ella guardó un momento de silencio de furia y comenzó:
       —Su nombre es Ernesto y es simple, doctora... Salimos a tomar unos tragos anoche... Luego fuimos a comer y a un hotel... Saliendo del hotel, un auto embistió contra mí. Él me empujó, pero no tuvo tiempo de salir. Habrá pasado hace una hora. Todavía tengo que hacer la denuncia ante la policía.
       —Habrá sido su esposa, seguramente.
       —Quizás... Definitivamente no fue mi marido —sentenció—. Manejaba una mujer.

II

—Ya durmió, amor —dijo Blanca a su esposo, y se acostó, aunque totalmente cansada e intranquila. Nunca podrá contar cuál de todas esas cosas fue la peor: el no haber sabido dónde estaba su hija durante siete días; el haberla visto llegar corriendo y trepar la cerca del jardín; el haberla visto cerrar la puerta con horror cuando ella bajó a abrir; el haberla visto llegar con la ropa tan sucia, marcas de sangre por todas partes, morada hasta los huesos, flaca, cansada, sedienta y apestando a basura; el verle rodearla con sus brazos e implorarle ayuda; el que le cuente que ocho hombres la secuestraron, la violaron, la golpearon y la filmaron teniendo sexo a la fuerza una y otra vez durante todos esos días; el enterarse que su hija ha tenido que matar a dos hombres con un cuchillo de cocina para poder escapar; el denigrante examen del médico legista que, más que una ayuda, pareció un nuevo vejamen; el que tomaran muestras de su cuerpo después de haber pasado por tantas aberraciones; el que no soltase su mano durante todo ese tiempo; el escuchar cómo daba la mayor cantidad de detalles posible a los policías y se derrumbaba en llanto mientras lo hacía; el saber que solo un tal Saúl le alcanzaba algo de comida de cuando en cuando durante esos días; el saber que si su hija no escapaba la iban a matar; el no haber podido hacer nada por ayudarle en todo ese tiempo; la execrable impotencia, el asco, la desazón, la miseria... ¡o el haber cometido el error de mandarle a comprar esos malditos remedios!

III

Era raro que aceptaran llamar a declarar a una niña de esa edad, pero el juez dio el permiso. La niña se sentó, le hicieron prometer decir la verdad (porque ella respondió que jurar es malo, cuando le preguntaron) y, cumplido el trámite, se acercó un hombre alto, de espaldas anchas, y le dijo:
       —Hola, ¿cómo estás?
       —Hola. Bien. ¿Y usted quién es?
       —Yo soy el fiscal y estamos en un juicio de homicidio. ¿Sabes lo que es un juicio de homicidio?
       —Más o menos... mm... No, no sé. —respondió la niña.
       —Bueno, no importa eso —dijo el fiscal a la niña, pensando que quizá lo mejor sea que no lo entienda del todo—. ¿Te puedo hacer un par de preguntas, y prometes decirme la verdad?
       —¿Es un juego?
       —Sí... algo así...
       —Entonces, sí. ¿Qué voy a ganar?
       —El premio es que vas a hacer que una familia esté muy contenta. ¿Te gusta la idea?
       —¡Claro!
       —Entonces no mientas... ¿Lista para comenzar?
       —Sí.
       —Muy bien... Primera pregunta: Tu abuelito murió hace poco, ¿cierto?
       —Sí... Estaba enfermo...
       —¿Y cuando estaba enfermo, lo visitabas?
       —Sí, claro... Mamá me llevaba a verlo dos o tres veces a la semana.
       —¿Y es verdad que llevabas postres a tu abuelito para que coma, cada vez que ibas a verle?
       —Sí. ¿Cómo sabe, señor?
       —Porque alguien me lo contó.
       —¿Quién?
       —Un pajarito...
       —¡No mientas! ¡Los pajaritos no hablan! —gritó la niña, causando la risa de la audiencia.
       El fiscal se disculpó con la niña diciendo:
       —¡Oh! Me atrapaste mintiendo. Tienes un punto. ¿Continuamos?
       —Todavía no me dice quién le dijo, señor...
       —Me lo dijo un policía.
       —¿El que está ahí? —preguntó ella, señalando a uno de los custodios.
       —No, él no ha venido hoy...
       —Ah, bueno...
       —¿Continuamos con el juego? No falta mucho para terminar.
       —Está bien. ¿Hay otra pregunta?
       —Sí, dime... ¿quién te daba los postres que le llevabas?
       —Fácil, mi mamá y mi abuelita.
       Oír esto originó un murmullo en la audiencia, murmullo que el fiscal trató de aplacar levantando la mano para pedir silencio. Luego continuó:
       —¿Y ellas iban contigo a verle?
       —No, sólo me dejaban con él. Luego se iban. Mi abuelito me cuidaba algunas tardes en la semana.
       —Pero te iban a recoger.
       —Sí, claro, dos o tres horas después.
       —¿Y después?
       —Nos íbamos a casa a cenar.
       —Pero antes de dejarte en casa de tu abuelo, ¿no te decían nada?
       —Sí, me decían que esos postres eran para mi abuelo y que me quedara allí hasta que se coma todos.
       —¿Y tú obedecías a tu mamá y a tu abuelita?
       —Sí, señor, claro que sí.
       Oír esto originó un nuevo murmullo en la audiencia. Las miradas recaían acusadoramente en la madre y la abuela de la niña.
       —¿Por qué hacen tanto ruido esos señores?
       —¡Porque vas ganando, Inesita! ¡Nadie había llegado tan lejos en este juego como tú! Solo falta una pregunta más: ¿estás lista?
       —¡Sí!
       —¿Sabías que tu abuelito era diabético?
       —mm... No... ¿Diabético? ¿qué es eso?
       —mm... Es una enfermedad... Tu abuelito murió de esa enfermedad. ¿No lo sabías? ¿segura?
       —Sí, segura. Recién me entero que eso existe.
       El fiscal intentó levantar la mano para acallar el tercer murmullo que había en la sala, pero ya era incontenible. La madre y abuela de la niña, asustadas, sabían que todo estaba perdido. La niña, confundida, solo atinó a preguntar:
       —¿Por qué tanto ruido señor?
       A lo que él respondió con una mezcla extraña de satisfacción y de pena:
       —Ese ruido es porque ganaste, Inesita... porque ganaste...
       —¿Gané?
       —Sí —culminó. Y luego, mirando al juez, le dijo: —Señor juez, no necesito más preguntas. La fiscalía ha dejado sentado su caso: homicidio premeditado con el agravante de utilizar a una menor de edad en el proceso.
       —Ha quedado bastante claro, señor fiscal. La testigo puede retirarse.

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