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jueves, 25 de agosto de 2011

SILENCIO, por Eva Marabotto de Buenos Aires, Argentina

A veces la lengua se me aletarga. Va perezosa como el arroyo entre las piedras en época de verano. En esos momentos dudo entre la palabra en español para designar un objeto, un animal o un árbol y la de mi lengua materna.
            Me angustia esa confusión. De chango aprendí el dialecto de mis ancestros. Incluso antes de ir a la escuela un viejo de la tribu reunía a los chicos y los llevaba a recorrer los cerros. Su dedo huesudo y largo señalaba plantas, animales, colores y aromas y pronunciaba el nombre que los hijos del Sol, nuestros mayores, le habían dado en el principio de los tiempos.
            Después me mandaron a la escuela, allá en la ciudad. Manuel fue mi compañero de clase y juntos habíamos hecho el recorrido con el viejo. Pero jamás nos hablamos porque nuestras familias estaban enemistadas.
            La maestra nos enseñó otras palabras para designar las mismas cosas. Ella me mostró como se pronunciaban y cómo se dibujaban en un papel. Y aprendí tan bien que un día me eligieron para llevar la bandera de la patria. Pero no me olvidé de las otras que me enseñó el viejo sino que las atesoré muy adentro. Las conservé para entenderme con mis amigos de la infancia y con mi familia. Ellas hablaban de lo que era yo y de lo que habían sido los míos desde el principio de los tiempos. Pero también de nuestro universo y nuestras costumbres.
            Si la principal actividad de nuestros ancestros fue el cultivo del maíz, ¿Cómo no entender que nuestra lengua tuviese una decena de vocablos para designar a las mazorcas de granos dorados?. ¿Por qué mis compañeros de escuela nunca entendieron que para nosotros la luna no era una sino varias? Estaba la que reinaba en el cielo, redonda y bella. Pero tenía otro nombre cuando se desdibujaba y jugaba a esconderse detrás de los árboles. Y había otra, diferente, minúscula, a la cual le gustaba crecer hasta volverse majestuosa.
            A los 20, conocí a una chica de mi pueblo. Teníamos antepasados comunes, su abuelo y el mío habían sido amigos. Pero ella se crió en la ciudad con su madre, que trabajaba en una casa de familia. A los 15 María era una mujercita hacendosa como pocas. ¡Había que ver cómo cocinaba y cocía! Además en la escuela había aprendido a leer y escribir y un poco de matemáticas. Pero nada sabía de la lengua de nuestros mayores. Lo había olvidado todo.
            Enseguida vinieron los críos: dos varones y una nena. Pero ya no hubo quién los llevase de recorrida para enseñarles a nombrar el mundo. Ni siquiera mis padres porque ellos estaban viejos y las palabras de nuestro dialecto se perdían en sus mentes, entre ensoñaciones y recuerdos infantiles. Me contenté con hablarles con nuestras voces para que se acostumbrasen al sonido manso que tienen, como si viniesen de la misma tierra.
            Con los años volví al pueblo en que nací, traje a mis hijos y ellos a los suyos. Pero ninguno sabía hablar con la música de nuestra lengua. Mi familia me entiende, puede repetir algunas palabras, pero no hay nadie con quien pueda conversar como antes. Ni siquiera Manuel que vive a pocas casas de distancia. Nos está vedado acercarnos. Nuestros padres se enfrentaron una vez por una mujer. Nunca me contaron los pormenores. Siempre intuí que fue mi madre.
            Es absurdo que mantengamos una distancia por un episodio desconocido. Pero nuestra estirpe le rinde culto al honor y a la tradición familiar y no puedo desdecir a mis mayores. Aunque Manuel sea el único que habla nuestra lengua.
            Mis nietos dicen que esas son tonterías. Juan, uno de ellos, conoce a su nieta de la escuela. Se juntan para estudiar y creo que han salido algunas veces. Hoy me contó que Manuel está enfermo y que no creen que sobreviva. Quizás en poco tiempo mi lengua será sólo mía y morirá conmigo. Quizás se convierta en el lenguaje de los delirios de un viejo loco.

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