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lunes, 5 de septiembre de 2011

EL GALLEGO JOSÉ, por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay.


Fotografía: Carlos Alejandro Nahas

Camina lentamente hacia la plaza, buscando el tibio sol de ese invierno que se hace largo. Conoció otros inviernos mucho más duros, con nieve y temperaturas bajo cero. Esto no es invierno... un poco de frío, nada más. No será ese mísero invierno el que lo deje inmovilizado frente a una estufa eléctrica. Estufas tontas, sin ruido, silenciosas; no como aquéllas de su pueblo de Galicia, donde disfrutaba mirando el juguetear de las llamas formando dantescas figuras al chirriar de los leños.

Se ajusta la boina azul para que el viento no se la lleve y apoya firme su bastón. Ah... su bastón. Jamás pensó que algún día lo iba a usar, cuando era joven y fuerte como un roble. El trabajo, la lucha diaria por darle a su familia lo mejor, fue gastando su cuerpo fornido. Después, los años hicieron el resto. Hoy, completamente solo, con la carga enorme de incontables años, le queda el tibio sol de la plaza... y sus recuerdos.
Se anuda un poco más la bufanda y acomoda despacio el cuerpo en el banco de piedra. Los árboles... Los árboles mantienen algunas pocas hojas tristes, que se resisten a caer, aferradas a su origen para no ser juguetes del viento.
Acomoda el bastón a su costado. En estos últimos años, la mesa del boliche de la esquina de la plaza se fue quedando vacía. Los inviernos fueron devorando lentamente a sus paisanos y amigos, con quienes las horas pasaban lindas y entretenidas. Estaba el vasco Inzúa con sus cuentos, Fernández con sus trampas a la baraja, el petiso Rodríguez y sus eternas mentiras.
Ya no queda nadie para charlar y recordar. Ah... recordar. Siempre es lindo recordar. ¿A quién no le gusta reconocer en las miradas las nostalgias de otros cielos muy lejanos? Aquellos pueblos de Galicia, abandonados en busca de cosas materiales que de nada sirvieron, porque para hallar la auténtica felicidad había que mirar hacia adentro, y no bogar mar afuera. Hoy todo pasó, ya fue.
El cansancio de las piernas que se niegan a sostenerlo. Humillante cansancio, después de tanto orgullo. El cansancio de las manos encallecidas por centenas de trabajos. El cansancio de los pies, endurecidos de tanto andar. Y el orgullo que se rebela ante tanto cansancio.
El tiempo, la vejez, gallego. También la vejez contra la que no se puede luchar, que pone lágrimas mudas en los ojos, ya secas, sin rebeldía.
Tiene presente la mirada materna al partir del pueblo, nublada por la pena. Y el rostro adusto del padre, envejecido en el intento de ocultar la tristeza. Las montañas, dándole su adiós eterno. El campanario de la iglesia, las casitas bajas, cada vez más atrás, cada vez más lejos. Los zapatos húmedos de rocío en la partida silenciosa, casi secreta. Todo está tan nítido.
Es la vejez, gallego. La vejez que trae la nostalgia del abrazo de otros brazos. La nostalgia que aprieta sin dejarse ver. El tiempo que tironea del brazo, que llama, reclamando, susurrante, insistente.
El sol se está marchando y la plaza, sola, se va poniendo fría. Hay que volver. Tomar el bastón, ajustarse la boina, anudar la bufanda. Cómo pesan las piernas y el cuerpo. Cómo cuesta mover las manos adormecidas. Pero hay que volver. Mientras se pueda, hay que volver.
Ah... volver. Retomar el camino con el paso cansado y volver mañana, quizás. Volver... ¿para qué...?, ¿para qué, gallego?, ¿para qué...?

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