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miércoles, 23 de noviembre de 2011

EL FORO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

Juan Manuel Hidalgo Herrera era un exitoso hombre de negocios, en el total sentido de la expresión. Recibido de abogado a los 22 años, tenía un doctorado en negocios de Harvard y con menos de 30 ocupaba un lugar de privilegio en uno de los estudios más importantes de la Argentina. Había cerrado hacía poco un trato con una gran multinacional, lo que lo convirtió además en uno de los hombres más ricos del país.
            Esa iba a ser su primera vacación en años. Se iba a Europa, a recorrer como un diletante el mundo antiguo. Se subió a primera en Alitalia y mientras se bebía de un sorbo una copa de champán Cristal, se quedó dormido las casi 10 horas que lo separaban de Fiumicino.
            Pensaba visitar Italia, España, Francia, Gran Bretaña, Austria, Alemania y, si le quedaba tiempo, quería conocer la Plaza Roja de Moscú. Los dos meses eran tiempo más que suficiente para alquilar un auto y recorrer todo eso a sus anchas. Sin embargo en Roma decidió visitar la ciudad de a pié y sin pausa, paladeando cada rincón. Se hospedó en el “Savoy”, un clásico donde había estado su padre antes que él y antes su abuelo.
            Luego se dedicó a caminar. Un jeans, un par de zapatillas y un buzo porque era otoño. Estuvo en la Fontana Di Trevi tirando monedas y recordando a Anita y a Marcello, en la vía Borghese y sus arboladas calles y se quedó con el cuello duro mirando los techos del Pantheón.
            A los museos del Vaticano y sus bellezas les dedicó un día entero. El Patio Della Pigna, las Estancias de Raffaello, la Capilla Sixtina, las catacumbas donde estaba la tumba de Pedro y sobre el final los 360 escalones para acceder a la cúpula de la Basílica lo dejaron exhausto pero feliz. Su agitación entrecortada no le impidió trabar amistad con una atractiva portuguesa, con la cual esa noche compartieron una cena romántica bajo un toldo, al pie de la iglesia donde estaba el Moisés de Miguel Ángel y también una ardorosa cama, para luego despedirse al día siguiente.
            Juan Manuel provenía de una antigua familia patricia argentina que había amasado su fortuna sobre la base de cueros de ovejas, extensas pampas regaladas por políticos amigos, y lomos de cabecitas negras. La Patagonia era su feudo y Juan Manuel tuvo tres generaciones para cultivar la más esmerada educación que pueden pagar los dólares de papá y los sudores ajenos. Esa noche daban Lucía de Lammermoor en la ópera, y  con su exquisito esmoquin fue el noble argentino a la gala. Luego, una buena cena en “La Bruschetta”, exclusivo restaurante en la vía Sicilia, para terminar tomando un impecable café “Colombia” en la Piazza del Pópolo. A la vuelta se demoró paseando por la Piazza Navona y se detuvo unos instantes en el Campo de’ Fiori, contemplando el balcón desde donde se había ejecutado a Giordano Bruno. Antes de volverse a su hotel hizo una parada bajo la antigua casa de Mussolini, y ensayó un tímido saludo fascista, riendo para sus adentros.
            Al otro día no quiso dejar de ver la iglesia de la Inmacolata, sobre la vía Véneto, tapizada de huesos humanos, beber de varias fuentes públicas, puesto que no hacerlo en Roma es casi un sacrilegio, dado que sus habitantes beben mucho y se bañan poco, y terminó comiendo en la Vía del Corso, después de haber visitado el Memorial a Vittorio Emanuelle, el rey sin corona. Sobre la tarde se dedicó a cruzar el Tíber y recorrer cada trozo de piedra del mausoleo y monumento a Augusto, recientemente restaurado, para orgullo del municipio y de las mafias que se habían llevado su tajada.
            La noche lo descubrió en una cantina donde le sirvieron un exquisito licor de mirto, una planta exótica que sólo crece en Córcega. Finalmente, saliendo del Hard Rock de la Piazza Spagna se cruzó con tres turistas españolas completamente embriagadas, a las cuales sedujo con su pinta argentina, su campera de cuero y una billetera generosa que hacía las delicias del botones del hotel. La mañana lo encontró enredado entre las piernas del trío, con más resaca que placer.
            El plato fuerte lo quería reservar para el último día: El Coliseo y el Foro Romano. Abogado formado en leyes de cuño latino y patricio argentino, no se podía perder por nada del mundo un paraíso como aquél. Se tomó uno de los cuatro subtes que atraviesan la ciudad en forma de X y se bajó en la estación “Colosseo”. Cuando salió creyó que iba a ver al monumento a dos o tres cuadras. Pero no, fue un sopapo en plena cara ver que sobre sus hombros se alzaba un estadio enteramente construido en piedra, del doble del tamaño de la cancha de Ríver. Recorrió cada piedra, cada muro, cada foso, cada tabla, con arrobamiento y admiración. Cerraba los ojos y podía ver a los Emperadores Romanos bajar sus pulgares mientras hambrientos leones tragaban  de  un bocado a inocentes cristianos. Estuvo por más de cinco horas con cara de embobado y luego salió a lo que él imaginó sería el punto cúlmine de su visita: el Foro Romano. La antigua ciudad de los Césares. Y allí vio pasmado el templo de Júpiter, las columnas de Trajano, el edificio del antiguo senado, el templo a la Venus Artemisa. Cada piedra, cada brizna de hierba lo hacía soñar con la majestuosidad de los tiempos imperiales. Estuvo en esos menesteres otras tantas horas hasta que descubrió un pequeño camino rodeado de plantas de laureles, los más aromáticos que aspiró jamás. Se quitó el saco de fina pana, se tiró en el pasto y se quedó dormido.
            En eso y sin darse cuenta vio que avanzaba hacia él un hombre cuyo porte era magnífico. Vestía tan sólo una toga blanca, sandalias de cuero marrón  y de lado a lado atravesaban su hombro y su pecho una manta escarlata puesta a modo de distintivo. El desconocido llegó a sus pies y le conminó a pararse. Le hablaba  en un latín arcano, pero que Juan Manuel entendía. Acto seguido le preguntó de dónde era, qué hacía, su nombre, apellido, a qué se dedicaba, qué sabía de leyes y mil cosas más. Juan Manuel calculó que esa inquisitoria duró al menos media hora.
            Sobre el final el hombre sacando pecho le dijo:

-          “Bien, joven. Me presentaré y le diré un par de cosas. Mi nombre es Lucius Annæus Seneca, y algunos tontos me dicen “Séneca el Joven”. Soy filósofo, político, orador y escritor. Mi padre fue el orador Marco Anneo Séneca, y mi linaje se remonta a las épocas de la fundación del Imperio. He ocupado los cargos de Cuestor, Pretor y Senador del Imperio durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, y además fui Ministro, tutor y consejero del emperador Nerón. Tú no tienes tan sólo un cuarto de estos títulos y te llamas aristócrata. Desciendes de los bárbaros de la Hispania y vives en un ignoto país más allá de las columnas de Hércules y te llamas ciudadano. No sabes lo que son las leyes religiosas, no tienes idea de cómo se elije un magistrado, no sabes lo que son los praecones, no distingues el Capitolio del Comitium, no conoces La Ley Petalia, y no tienes ni idea de cómo se eligen a los Triunviri y te llamas abogado. Tus abuelos, bisabuelos y choznos fueron viles cuatreros amparados por peores ladrones como los fueron los Ibéricos, que llegaron a esas tierras ignotas sin imponer leyes ni derecho, expoliando a sus dueños verdaderos, y supones como un tonto, que sangre noble corre por tus venas. Quiero que mañana mismo te marches de esta ciudad augusta y no regreses nunca jamás. Tu no la mereces y ella mucho menos a ti. Alea Jacta Est”
Cuando Juan Manuel despertó estaba - no sabía cómo - entre sus maletas y hacinado en el pasillo de los pasajeros comunes del aeropuerto. Inútiles fueron sus quejas acerca de que le correspondía tratamiento de primera. Jamás encontró su boleto. No pudo completar su hermoso viaje porque no sólo no tenía el resto de los pasajes sino que le faltaban todas sus tarjetas de crédito y hasta su pasaporte. Volvió a la Argentina como un deportado indigente, casi dos meses antes de su programado regreso. El estudio cinco estrellas donde trabajaba, fundió de un día para el otro y mudó sus cosas a la casa matriz en Nueva York. Juan Manuel tuvo que vender su lujoso piso en Libertador. Como frutilla del postre, María de las Mercedes Anchorena, rubia con más títulos que dinero, insulsa pero de buen gusto y a la sazón su prometida, partió dos días antes detrás de un músico de salsa cuyo sobrenombre sonaba a algo así como “Curazao”.

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            Hace pocos días viajé con la familia como muchas otras veces al lugar de mi infancia: Capilla del Monte, en las Sierras de Córdoba. Allí, en el frente de unas supuestas aguas termales con propiedades curativas, y al pie del cerro Uritorco me atendió un hombre ya mayor que dijo llamarse Juan Manuel Hidalgo Herrera, pero que lo llamara Jarawi, que en quechua significa poeta. Y él me contó esta extraña historia, diciéndome finalmente:
-          Del Imperio Romano para acá ninguno de nosotros merece título patricio alguno, ni las realezas europeas, ni los sultanatos árabes, ni la nobleza Inca. Somos y seremos hasta el fin  de los tiempos todos, sin distinción de sexo, raza  o religión, simples mortales e hijos de la tierra. Es por eso que dejé todo y me vine para acá, me radiqué y me quedé en contacto con la Pacha Mama. De donde venimos y adonde algún día volveremos. A la tierra, querido

1 comentario:

  1. Muy entretenido el cuento, y está bueno para contárselo a tanto genealogista que, no bien te pones a hablar con él, te arranca el árbol familiar y te lo planta en la cara. Y la mayoría son abigados, ahora que lo pienso... Gracias

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