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viernes, 22 de junio de 2012

LA BELLEZA, EL PAROXISMO Y LA MUERTE, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España

Del libro “Macho, machote”, 2011, lulu.com, Rockville, USA

Las evocaciones del arte pueden ser múltiples y asombrosas. En relación con el aserto anterior, referiré una historia que me contó don Patricio del Toro y Godoy en un café en el que habitualmente nos reuníamos los viernes por la tarde. Dijo, cosa en la que ahondaré ulteriormente, que dicha historia era real y, además, refleja palmariamente el título de este relato.
            Sucedió en una región septentrional del país, donde se cree todavía en duendes y hadas y promediaba el siglo XIX; la cosa se refería, como tantas veces, al amor entre un hombre y una mujer, si bien los hechos y circunstancias de su relación se tiñeron de matices, como poco, sorpresivos.
            Ella se llamaba doña Natividad Gante Islandia y era de buena familia. Había sido educada en la tradición, recibiendo una educación, por lo demás, amplia y exquisita. Contaba por entonces veintidós años y, aunque tuvo muchos pretendientes, ninguno la satisfizo.
            De todas las mujeres que su abuelo paterno conoció en vida, solo una llegó a impresionarle vivamente y era la señorita referida, por cuanto unía a una beldad radiante una fuerte inteligencia, que resultaba casi ofensiva. Conocía en profundidad la filosofía de los clásicos, dominaba la literatura inglesa y los credos de la filosofía oculta no le eran ajenos. En la heredad paterna, un soberbio palacete medieval, se reunían frecuentemente los intelectuales de la comarca y también las suntuosas cenas y los galantes bailes de salón se hicieron famosos en su tiempo.
            -Mi abuelo era contertulio habitual y por ello resulta totalmente fidedigno cuanto dejó escrito en su diario sobre los hechos ocurridos.
            Del Toro enmudeció para encender un pitillo. Después continuó diciendo que doña Natividad era una joven esbelta, hermosísima, de aire seductor, la tez un tanto morena y el pelo ondulado y salvaje, las formas del cuerpo divinales, la mirada oscura y misteriosa, como la de una princesa cíngara. Pasó buena parte de su niñez y adolescencia en Francia e Inglaterra, pero fue en este último país donde echó sentimentales raíces, al cual amó sobre todo por el verbo de sus poetas y al que nunca abandonó en el alma, pese a verse obligada a vivir en tierras latinas por cuestiones de herencia. Ocupó la casa familiar a la muerte de sus padres y, según se decía, su fortuna era notable. Las preocupaciones económicas que agobian a la mayoría de los mortales le eran cosa desconocida y, con todo ello, en su persona se concitaban aquellos atributos que la hacían una de las mujeres más codiciadas y deseadas de la provincia.
            -Amargo, hay sucesos sorprendentes e incomprensibles en suma medida, aunque se les de una explicación plausible -repuso del Toro-. Deja que te cuente.
            Con la otra parte, el hombre, mantuvo su abuelo relaciones comerciales durante más de una década. Empero, pese a que mantuvieron trato durante ese tiempo, razones diversas -entre ellas, y no la menos importante, la incompatibilidad fundamental entre gustos y caracteres- impidieron que les uniera el vínculo de la amistad.
            -Una esperanza vana se hilvana en cada vida -añadió mi amigo con su habitual aire grave y sentencioso-, pero nunca se teje: la de la propia felicidad. Hay, sin embargo, maneras que la posibilidad y el acierto prodigan al hombre para que obtenga parte de los dones y disfrute, aun siquiera parcialmente, de esa dicha anhelada, de ese máximo deseo. Mi abuelo lo busco en la sabia biblioteca y él, don Martín Gracia del Hierro, nuestro hombre, en la noche promiscua.
            Aunque cumplidor en el trabajo y serio en los negocios (posiblemente porque la unión con su abuelo le era provechosa y éste no le quitaba ojo), con el tiempo se supo cómo era en verdad, un hombre protervo y fementido. El antecesor de del Toro nunca pudo comprobarlo de manera fehaciente, pero más de un rumor apuntaba a que Gracia debía buena parte de su fortuna al tráfico de esclavos y que, en su negro palmarés, se incluía más de una muerte.
A Martín Gracia se le podía considerar, en principio, un hombre normal, educado, gallardo, a excepción de aquel “mal” que describiera un insigne escritor francés (del cual hablaremos posteriormente de una manera más lata) y de su adicción casi vesánica a la vida libertina y de disolución. Su abuelo sabía de sus excesos, pero éstos se daban en las jornadas festivas y, por lo general, se realizaban de modo discreto. Incluso se comentó que, en las horas disipadas y al amparo de la noche de los barrios de mal nombre, frecuentaba a personajes de torcida bizarría. De cualquier forma, las relaciones comerciales, discurrían de forma satisfactoria y era eso lo que interesaba a don Raimundo del Toro, que así se llamaba el abuelo de mi amigo.
            Otro hecho sorprendió a don Raimundo y le inquietó en buen grado. Ocurrió en uno de sus viajes a Grecia, país en el cual tenían establecidos algunos negocios. Durante una jornada de ocio, visitaron el Partenón y, entonces y de modo inexplicable, don Martín manifestó durante toda la estada un estado de gran nerviosismo, sufriendo una crisis nerviosa, con un fuerte componente de malestar precordial, por lo cual le llevó a un servicio de urgencias. Allí se le administró un sedante y se le retuvo, en observación, durante unas horas. Después salieron y continuaron con sus actividades mercantiles, sin que se le apreciase ninguna alteración o secuela. Don Raimundo le preguntó al respecto, pero don Martín le contestó que no deseaba recordar el trance sufrido. Ante su negación, si bien se sentía preocupado, el prócer no insistió.
            En otra ocasión, esta vez en Venecia, después de cerrar unos negocios beneficiosos, decidieron visitar la Galería de la Academia. Mientras caminaban hacia el edificio, don Martín comentó que se notaba extraño, como si se sintiera fuera de lugar. El abuelo de mi amigo le aconsejó que se retirase a descansar al hotel o, en todo caso, que fuesen a visitar a un médico; pero su socio decidió entrar y ante la monumental Cena en la casa de Leví, cuadro de Veronés, sufrió un intenso acceso de angustia, sensación de vertiginosidad, fuerte taquicardia y sensación de muerte inminente; en ese momento, estalló.
            -¡Toda esa belleza! ¡Me enajena!-gritaba el fulano, fuera de sí, golpeándose atrozmente la cabeza con ambas manos.
            El desenlace de este suceso fue el mismo que en Grecia y, como entonces, el abuelo de don Patricio no obtuvo satisfacción para sus preguntas. Estos eventos han sido relatados por su relación con el resto de la historia que se detallará inmediatamente y también por lo mucho que tienen que ver con las conclusiones que expongo al final de este escrito.
            Lo que en este lugar nos interesa es que el señor Gracia del Hierro y la señorita Gante Islandia se conocieron un indeterminado otoño, en las cenas de gala y los bailes que se celebraban en casa de aquélla, a uno de los cuales fueron invitados tanto él como don Raimundo, principalmente por la relación familiar que ella mantenía con este notable y también, ciertamente, pese a los insidiosos comentarios, porque don Martín era un personaje destacado en las finanzas de la región.
            Su presencia y su conducta infamaban la vida nocturna de la pequeña ciudad de provincias, hasta el momento en que la conoció. Entonces, su comportamiento fue impecable. Tenía donosura y carisma, y se había propuesto conquistar su corazón; apenas la vio, Gracia se encandiló con su belleza y porfió en poseerla para sí. Le habló abiertamente sobre ello a don Raimundo, asegurando que sus intenciones eran honestas y que ya no era dueño de su corazón. Confesó que apenas podía dominar el crescendo de su furor pasional y más de una vez, sorprendido, el anciano le descubrió mirándola con aquel alarmante aire de contención y apetencia insana, oculto tras un pesado cortinaje, como un lobo al acecho, mientras ella, durante aquellas veladas musicales deliciosas, bailaba con gracia a los sones de algún vals o de un minué.
            Para sorpresa general, don Martín comenzó a frecuentar la casa y, poco después, se les vio juntos en algún restaurante de la ciudad. Amigos y allegados la previnieron en contra de aquel hombre de cuya proximidad, decían, cabía esperar lo peor. Sea como fuere, por una de esas insólitas conclusiones de la vida, el malfamado cortó la flor, la bestia cautivó a la bella.
            La boda se celebró y el viaje nupcial se proyectó para la misteriosa India. Pero no llegaría a realizarse y aquella primera noche representó el principio y el fin. En el tálamo nupcial, apenas Venus se desvistió, el marido quedó obnubilado ante la contemplación de aquella perfección hecha carne y el paroxismo pasional dio paso a la destrucción. Algo, dijo después, se había roto en su interior y, en los momentos sucesivos, no recordó nada, solamente el calor de sus manos fuertes estrangulando un cuello de cisne, cuando el furor demoníaco se extinguió y le permitió ver la hecatombe con los ojos del hombre.
            -Eso es lo que sucedió -concluyó del Toro-. Hay cosas en el mundo que no debieran propiciarse.
            Adicto como soy a saber el porqué de las cosas, después de que mi amigo me contara la historia, investigué el asunto con pormenor y comprobé que el mal de que me habló y que don Martín responsabilizó de su desmán no era otro que el denominado Síndrome de Stendhal.
            En efecto, Marie Henri Bayle, conocido por la historia como Stendhal, gran escritor francés, nacido en 1.783 en Grenoble y autor, entre otras obras importantes, de la Cartuja de Parma y de Rojo y Negro, vivió una infancia atormentada y una adolescencia aún peor, aunque posteriormente se caracterizó por su pasión por el lujo, el dandismo y la galantería. Falleció en París en 1.842. En lo que aquí interesa, cabe decir que en su diario de viajes, Roma, Nápoles y Florencia, que vio la imprenta en 1.817, comenta que en Florencia visitó la iglesia de Santa Croce (Santa Cruz), donde se guardan las tumbas de grandes artistas italianos. Ante estos soberbios monumentos y también por la significación implícita de aquellos grandes hombres inhumados allí, experimentó un conjunto de síntomas que incluían vértigo, taquicardia, astenia y desorientación. Esta especial reactividad emocional la experimentó en diversas ocasiones en sus viajes a lugares impregnados de historia y de belleza y, como se ha visto, escribió sobre ello y el cuadro paroxístico recibió su nombre.
            Sobre el Síndrome de Sthendal se ha escrito poco y existe exigua información rigurosa, mucho menos estudios controlados. He revisado toda la literatura existente, desde Freud a Magherini, y no se aclara mucho sobre eso que se refiere como una compleja elaboración mental donde la persona que admira una obra de arte pierda el control de esa forma tan especial. Recientemente se ha descrito en los periódicos algún caso donde se ha dañado una obra de arte, casos que pueden representar uno de los extremos en los que el cuadro pueda manifestarse... Y ahora me pregunto, cuestión que se relaciona íntimamente con la desgracia que se narra en estas páginas, ¿no cabría admitir una reacción semejante o aún mayor ante la humana belleza?
            En don Martín Gracia del Hierro, inextricablemente, a la dicha del amor se unió el dolor de la pérdida del ser amado y la culpa por un acto irreparable. Fue, dijo ante el juez, la belleza y la pasión lo que trajo la muerte y la tristeza. Una interpretación romántica del suceso impondría la hipótesis de que, efectivamente, la belleza le desbordó y enajenó sus actos hasta el límite del homicidio. Por su parte, el forense limitó el asunto a los desafueros esperables en una personalidad psicopática. No sé, a ciencia cierta, cual será la respuesta y, para mi eterno fastidio, nunca la tendré, porque, de todas maneras, la verdad de estas cosas se la llevó el garrote.

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