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jueves, 9 de agosto de 2012

007 ARGENTINO ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina

A mi entrañable amigo Alejandro,
que en este mismo instante y por siempre
estará en compañía de Jesús,
y a quien extraño tanto

Margaret Thatcher llegó a pensar que podía perder la guerra de Malvinas. Los responsables de semejante temor fueron los misiles franceses Exocet AM 39, un arma que tuvo su prueba de fuego en las aguas del Atlántico Sur. De estos menesteres y otros más hablaré en esta historia, que cuenta el fracaso de Argentina en aquella guerra y mi amistad inquebrantable con “HW”, quien tuvo un papel muy importante en aquellos oscuros años.
            Una vez iniciada la guerra y luego de que la fuerza aérea argentina demostrara su pericia al destruir a dos barcos ingleses con estos vectores, Argentina comenzó a exigir a Francia la entrega de los misiles restantes que aún le faltaba recibir. Como por un acuerdo secreto entre la Premier Británica y Francoise Miterrand esto no ocurriría jamás, la Argentina desde sus sedes diplomáticas en Roma y en París comenzó las operaciones de inteligencia para obtener tan formidable arma en el mercado negro. Sin embargo, se topó con la obsesión de los servicios de inteligencia británicos para abortar esa posibilidad.
            Las partes que estaban a cargo de esta delicada y vital operación fueron – por un lado - el capitán Carlos Corti, jefe de la misión naval argentina en Europa y Alexis Ferter, veterano jefe del MI6, por la parte inglesa. Por otro lado, además del MI6, los británicos contaban con la valiosa colaboración de los servicios de inteligencia franceses.
            En Roma, en cambio, estaba el entonces agregado militar argentino, que obtuvo la compra de media docena de misiles que cuando arribaron a la argentina demostraron ser sólo unos inocuos caños rellenos de algodón. Tal brigadier, que, dicho sea de paso, me honró con su amistad – no sólo se retorcía de desesperación por ir a combatir con sus muchachos de la fuerza aérea-, sino que encima penaba porque los africanos y asiáticos lo traicionaban haciéndole el juego a la contrainteligencia inglesa.
            A todo esto en Francia, Pierre Marion, director de la Dirección General de Seguridad Exterior francesa (DGSE), fue quien informo a Inglaterra que solo cinco misiles Exocet y cinco aviones Súper Etendart habían sido enviados a la Argentina y que el capitán Corti estaba buscando más misiles en el mercado. En consonancia con esta información, el presidente Francois Mitterrand le había dado su palabra personal a Margaret Thatcher de que los argentinos no recibirían asistencia militar de Francia, y cumplió a rajatabla su promesa. Con sus teléfonos "pinchados" por los cuatros servicios secretos franceses, las conversaciones de Corti eran enviadas diariamente al Ministerio del Interior francés, que a su vez las giraba a los británicos.
            De hecho, la estafa sufrida por los diplomáticos argentinos en Italia, se repitió pero aún en forma más grosera en Francia. El Capitán Corti había depositado 36,6 millones de dólares a un tal Stone – falso traficante de armas norteamericano - más de tres veces del precio real en el mercado de los misiles. Pero luego de ello los Exocet jamás aparecieron.
            Yo lo conocí a HW muchos años después. Hijo de un alto general de la patria, de rancia estirpe, se recibió de abogado en la Universidad Católica Argentina con honores. Al poco tiempo le consiguieron trabajo en el Ministerio de Defensa y su vasta cultura y hondos conocimientos - para su corta edad -, le hicieron ganarse un lugar en la oficina de inteligencia militar. Estuvo un tiempo prolongado “picando cables”, leyendo periódicos y haciendo lo que se dice en la jerga “inteligencia de escritorio”. La Guerra de Malvinas lo pescó en esos menesteres, cuando lo mandaron a París en los estertores de la escaramuza, como un intento desesperado por conseguir las armas benditas que necesitaba la Argentina.
            HW saltaba de alegría al poder efectuar un trabajo de campo con sólo 25 años, y encima, en una misión tan secreta como peligrosa. Su sueño de ser el 007 argentino se estaba cumpliendo. Y las órdenes que había recibido eran expresas y tajantes: “Ud. es nuestra última esperanza. Vuelva con la misión cumplida o no vuelva”. Su contacto en París era un tal Anthony Divall, un traficante de armas con oficinas en Hamburgo que estaba en la capital francesa esperando a mi amigo. Lo que HW nunca supo fue que 15 días antes de su cita, Dival fue presentado a Tony Baynham, un hombre de acento aristocrático y nombre falso, quien se definió como amigo de la familia real y dijo responder "directamente al comité de las fuerzas conjuntas en Downing St". Baynham le explico a Dival que su misión era "que los argentinos jamás obtuvieran los misiles" y que "el dinero no sería un problema". Una vez en París, mi amigo HW se encontró con Dival en un elegante bistró de las afueras de París. Dival le dijo el precio, la cantidad, la cuenta, todos los detalles, hasta el día y hora de entrega, a lo que mi amigo HW accedió.
            Cuando llegó el momento de cerrar el trato, la plata argentina estaba depositada, y él se tenía que encontrar con Dival a las diez de la noche en las escalinatas de Notre Dame para que el americano le diera todos los detalles. Pasaron dos horas y sin novedades del encuentro, mi amigo HW llamó a Corti, el cual le dijo que a la caja argentina le faltaban 25 millones de libras esterlinas, pero que los Exocet no habían aparecido. HW se dio cuenta que había sido la tercera víctima de la inteligencia británica. Y también que no podía volver a la Argentina. Con tarjetas de crédito falsas se tomó un vuelo de retorno a Hamburgo y estuvo como dos meses volando de país en país, siempre hacia Oriente. Tres meses después de finalizada la guerra se embarcó en un avión que hacía un vuelo charter Quito – Punta Arenas, en Chile. Allí, en medio de una ciudad fantasma, se encontró con un soldado argentino escapado de las balas inglesas y perdido en tierras hostiles, sin alimento en su estómago.
            HW lo llevó a comer algo y el soldado desertor le mostró el trofeo. La causa de su huída. El motivo de su desespero. De entre sus ropas y en la oscuridad de un bar en las afueras del pueblo surgió un trapo rojo, amarillo y blanco: Una bandera de guerra que les había robado a un regimiento de los ingleses. Con absoluta y tremenda brillantez HW le dijo que volverían juntos a la Argentina. Con el poco dinero que le quedaba, se compró una camioneta Ford destartalada con chapa chilena y cruzaron la frontera, sobre la primavera, con los primeros deshielos.
            Una mañana de noviembre HW se presentó en su oficina con el soldado y la bandera. Y al ver el trofeo tan preciado los militares argentinos – aunque brutos como pocos – supieron distinguir un pedido de clemencia, de una bufonada o un premio consuelo. Al soldado le dieron una pensión generosísima, y a mi amigo le devolvieron su oficina, nunca más le asignaron una tarea “de campo”, pero le tiraron sobre las espaldas la riesgosa misión de custodiar ese trofeo de guerra, “de por vida”.
            HW se cambió miles de veces de casa, hasta que vino la democracia, el MI6 se olvidó del asunto, y él alternaba su burocrática tarea con la de abogado part time, diletante y gran lector. Yo lo conocí hace diez años. Era un placer estar horas hablando con él. Tenía una cultura que abrumaba. Poseía un don de gentes maravilloso. Podía hablar citando desde a Santo Tomás hasta Einstein sin equivocarse ni una sola vez. Ferviente católico y tipo “de derechas” como le gustaba definirse a él, sin embargo, nuestros diálogos eran de una profundidad rayana con la metafísica. Se casó grande, con Marcela, una muchacha maravillosa, y hasta tuvo un hermoso niño llamado Joaquín.
            Hace pocos, pero muy pocos meses falleció. Y desde la anécdota de su espionaje en tierras francesas, hasta nuestras más banales conversaciones extraño con horrores a HW. No tienen idea de cómo lo extraño.
            ¿La bandera inglesa? No se lo digan a nadie, pero el gobierno argentino permitió que se fuera con él, siete metros bajo tierra. Como debe ser.

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