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martes, 30 de octubre de 2012

LA MALQUERIDA, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España


Fuente: LA EVA IMPOSIBLE (2012), Lulu.com, USA.

Se llamaba Azahar, un nombre antaño fuertemente vinculado a mi tierra, pero es la única mujer que he conocido con ese nombre. Ya de niña era muy bonita, tanto que llamaba la atención y también despertaba la lascivia de la mayoría de los que la miraban. Su familia era gente humilde y su padre se derrengó de tanto trabajar en faenas pesadas, que las padeció casi todas, desde la construcción hasta el puerto o la montaña. Por esas condiciones de cuna, Azahar no tendría muchas aspiraciones en su vida y, a menos que terciase un golpe de suerte, su futuro no se preveía halagüeño.
Viéndole crecer los pechos prematuramente, su madre se preocupaba mucho, porque no deseaba que la pequeña se desbaratase como las dos mayores, que habían acabado de putas en la capital. Vivas ya lo fueron pronto, pero ahora vivían del oficio. Su marido decía que algunas ya nacían con ese vicio y otras se veían obligadas a ello por las malas circunstancias de la vida, refiriéndose con ello a aquel distingo popular entre la puta vocacional y la puta por necesidad. Las hermanas mayores, no cabía duda, pertenecían al primer grupo, pues se les caían las bragas con demasiada facilidad y perdieron la cosa en edad prepuberal, cuando aún no habían comenzado a marcar. Pronto se convirtieron en asiduas de los reservados de las discotecas o de coches ocultos en callejas oscuras.  No obstante, tanto el padre como la madre se propusieron hacer  todo lo posible para que la menor no acabase de esa suerte. Independientemente de férreos posicionamientos paternos, la realidad consistió en que la pequeña tuvo la regla a los diez años y a los doce ya se hablaba mal de ella en el barrio.
Cuando tenía catorce años, al parecer, conoció al primer amor de su vida, un chico de veinte, alto, guaperas y vividor, como la mayoría con  los que trabaría relaciones con el tiempo. Su madre, alarmada, veía a la niña que iba suspirando por la casa, con una mirada de semisueño y aquella boca siempre humedecida, como un clavel reventón que invitaba al beso. Lo que no sabía la vieja, estribaba en que, al primer día  de conocerse, ya hubo mirada, abrazo, beso y todo lo demás. Yo conocí a ese primer amor, como a dos más de los muchos que tuvo, los que sin excepción terminaron manifestándole sus sentimientos a base de bofetadas.
Siendo aún menor de edad se puso a vivir con el tipo, en un piso pequeño e infecto que a ella le pareció un palacio. Me comentaría después que apenas se miraron ya brotó el amor entre ellos y, durante un tiempo, tuvo la esperanza de que aquello durase eternamente; bueno, hasta que la semilla del desencanto germinó con la primera paliza. Después, pasó lo de siempre: múltiples arrepentimientos, propósitos de enmienda recurrentes, lunas de miel que acababan invariablemente con el amargor de nuevos golpes, hasta que un día el fulano desapareció del mapa, dejándola embarazada.
Después de aquél primer desastre, corrió a guarecerse en la casa de sus padres, a quienes no les quedó más remedió que recogerla, hasta que el niño nació. Poco después, ella encontró un trabajo mediocre, se alquiló un pequeño apartamento y se mudó allí con el niño.
Alguien dijo que la razón no es buena compañera de la acción y, a mi juicio, Azahar nunca fue muy espabilada, aunque sí demasiado activa y precipitada en lo que siempre fracasaba. Apenas encontraba un hombre que le interesaba, creía estar ante el amor de su vida y su cabeza forjaba la fantasía. Se entregaba demasiado raudo y la relación duraba hasta que al otro se le iban las ganas. Anhelaba que la amasen sin condiciones, eso me lo dijo un día, tal como era, y encontrar el amor verdadero, pero siempre acababa tropezando con el mismo tipo de hombre, putañeros, esquivos, pendencieros y violentos. Este mal mundo suele unir al destructor y a la víctima.
Cuando, después de uno de mis viajes, volví a la provincia, fui a visitar a los viejos y me dijeron que Azahar había mantenido varias relaciones, de las cuales indefectiblemente salió con un ojo morado y los huesos rotos. Bullía el desprecio en los ojos zarcos del anciano cuando dijo, con los dientes apretados, que su hija era peor que las perras y que así acabaría sus días, tirada y marchita, vagando sola por las calles. También a ella la vi poco después, por pura casualidad. Ya no era la niña bonita que recordaba, sino una sombra pálida de su anterior belleza. La mala vida y los peores hombres la habían estragado, pero aún resultaba atractiva, porque el fuste no se pierde fácilmente con los años ni con los palos. Me dijo que había encontrado la pareja definitiva, un tal Francisco Javier –nunca me agradaron los nombres compuestos, menos aquellos que poseían resonancias de santoral-, bastante mayor que ella, acomodado, serio y honrado, que la tenía enamorada hasta la médula. En él encontró, al fin, lo que anhelaba, una vida tranquila y normal, junto a un hombre bueno. Tomamos el café, le deseé suerte y nos despedimos. No volví a saber de ella durante casi un año.
Un día me llamaron sus padres al móvil. Creo que no he dicho que soy primo hermano de la chica, que mi madre y la suya eran hermanas, aunque nunca mantuve una relación muy estrecha con la familia. No estoy hecho para esas cosas, voy a la mía, tratando de implicarme lo mínimo en asuntos ajenos, aunque tengan mi sangre. En fin, lo que aquí interesa es que el viejo me dijo que el tipo bueno y elegante la había abandonado, que a partir de entonces mi prima cayó en un pozo oscuro y se desquició. La ingresaron en un psiquiátrico, por lo que el niño acabó criándose con los abuelos. Los médicos hicieron cuanto pudieron, pero ella murió. La mató la tristeza.
Durante un tiempo no pude evitar que este asunto me angustiase, pero poco a poco acabé olvidándolo, después de atar ciertos cabos sueltos, algo que no entendía  del comportamiento irracional de Azahar  -pues ya he dicho que no soy hombre de afectos profundos-, sobre todo cuando mi psicólogo, el doctor A, me contó aquella metáfora del elefante, con la que pude comprender la tragedia y el fin de Azahar.
Se trata de una historia mil veces contada, que figura en distintas tradiciones y que recientemente ha sido comentada en un libro de cuentos por un afamado médico y escritor. Pero creo recordar que alguien me la cantó antes. Sea como fuere, refiere algo unánime, la emoción que los niños que van al circo sienten por los animales, de los cuales el elefante, el coloso, ser poderosísimo y descomunal, suele ser el preferido. Uno no deja de asombrarse ante su mansedumbre, ante el hecho de que permanezca atado a una pequeña estaca, la que destrozaría en mil pedazos tan solo con el calor de su aliento. Y sin embargo, el elefante, el gigante, permanece sin mostrar la menor intención de huir ante la cadena y la estaca, cuando le habría resultado lo más sencillo del mundo, a él, un animal que podía arrancar un árbol con la fuerza de su trompa. 
Mucha gente no se explica esa esclavitud, la fuerza domeñada por una estaca enterrada apenas unos centímetros en el suelo y hasta que me lo explicaron yo tampoco di con la respuesta correcta, aunque ahora me parezca obvio. La tragedia del ahora enorme elefante comenzó cuando, poco después de nacer, lo ataron a la estaca con la gruesa cadena. El elefantito tiraría entonces decenas de veces, hasta acabar rindiéndose ante aquella estaca que, entonces sí, era demasiado fuerte para él. Por la noche caía rendido por su esfuerzo y al día siguiente y al otro, y al otro, y durante muchos días más, lo volvió a intentar, pero nunca conseguía librarse de la estaca, hasta que llegó aquel día fatídico en que el elefantito asumió su destino, aceptó que nunca podría liberarse de la estaca. Ahora, el elefante enorme del circo ni lo intenta, porque cree que no lo logrará, porque en su cabeza primitiva ha aceptado que no puede. Así se resigna a una suerte que cambiaría con tan solo mover la pata. En ese cerebro está grabada la impotencia, la derrota que sufrió poco después de nacer, y esa es su verdad, nunca volverá a intentarlo. Razonando como un humano, diríamos que piensa que haga lo que haga nunca podrá romper la cadena ni arrancar la estaca, que su destino no se modificará, que siempre será un esclavo. Se ha resignado a esa suerte y ya nunca será libre ni volverá a estar vivo como puede estarlo un animal majestuoso.
A Azahar le ocurrió lo mismo que al elefante. También sintió que, hiciese lo que hiciese nada cambiaría en su vida, que nunca obtendría el amor verdadero, que fue el motivo principal de su aciago peregrinaje por estos caminos de polvo y dolor, y que, por eso, no le valió la pena el vivir. Mi doctor me dijo que hay una palabra técnica para el fenómeno, indefensión aprendida o condicionada, learned helplesness en inglés.

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