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miércoles, 5 de diciembre de 2012

ATIENZA O LA BÚSQUEDA DE FANTASMAS (Una forma de viajar), por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Mientras viajes, no serás hombre viejo. Pero el día que decidas descansar, aunque sea mañana, lo serás.
Álvaro Cunqueiro, Un hombre que se parecía a Orestes.

Si Álvaro Cunqueiro tuviera razón, se podría decir que había dado con el mito de la eterna juventud, con el famoso elixir que tanta gente ha buscado, y continua buscando, aunque, a veces, por quirófanos y caminos equivocados. Ahora bien, y sin negarle la razón a Cunqueiro, debemos reconocer que hay muchas formas de viajar, quizás tantas como personas o viajeros. Y si es así, surge de inmediato la pregunta: ¿vale cualquier forma de viajar para no ser un hombre viejo, o existe una manera determinada de hacerlo? Porque hoy en día, y desde hace años, viajar se ha convertido en una forma más de matar el tiempo, de pasar unas semanas, y de hacer un montón de fotografías que, después, nadie ve. A veces, ni el propio interesado.
Pura monotonía. Por eso mismo resulta divertido ver llegar un autobús a una ciudad, contemplar como este vomita a una buena masa de personas con gorritas, sombreros, máquinas digitales, por supuesto, o móviles, y seguir al guía con la mansedumbre con que un ejército sigue los pasos del victorioso general. Si este nombra o señala algo, colina, montaña, puerta o río, el ejército desenfunda máquinas y móviles y, por centímetros, a fin de no molestarse, disparan todos hacia el mismo objetivo, aunque con encuadres ligeramente distintos. Otros, solos o en grupo, se ponen delante de la puerta de la iglesia o de la catedral señalada, como si los fueran a fusilar, y se dejan fotografiar no molestándose luego en mirar la puerta gótica a la que el general ha dedicado unos dos o tres minutos. Y así van recorriendo ciudades, calles y avenidas; y amontonando fotografías que, poco después, no saben dónde las hicieron o a qué lugar pertenecen. Ahora bien, si los antiguos compañeros de viaje se reúnen para merendar y ver las fotos, ya tienen la discusión asegurada, pues unos defienden que aquello es Toledo y otros que es Almagro o Ciudad Real.
Siempre sale, en estas reuniones, quien añora los viejos tiempos, aquellos de las máquinas de fotografiar que usaban película, y la cámara te indicaba las fotos que quedaban en el carrete.
-Uno -explica- llevaba una libretita y apuntaba, carrete 1, foto 20, Toledo...
-Eso también lo puedes hacer ahora -le interrumpe otro- lo que pasa es que la pereza...
Hay quien no siendo perezoso prefiere viajar por libre, sin depender de nadie, y sin apenas desenfundar la cámara ni móvil. Y visitar aquellas cosas que tienen un cierto interés para él, sin negarse a ver todo aquello que se vaya descubriendo a lo largo del camino. Este tipo de personas encuentra un cierto deleite en apartarse de las rutas que siguen todos los viajeros. Y no les falta razón al asombrarse de que, en una misma ciudad, pueden estar todos los visitantes agolpados en una calle en tanto que en la paralela no hay nadie. ¿No hay nada interesante en la calle paralela? Depende de lo que busquemos. Y, desde luego, según lo que llevemos en nuestro interior, veremos. Aunque a veces, y como siempre en la vida, hay que dejarse llevar por la imaginación.
Este año, saturados de románico y gótico, de iglesias y catedrales, de plazas y calles, nos hemos decantado por las sendas y por las montañas. Pero por unas sendas tan poco conocidas y transitadas que nos ha sido concedido caminar más de veinte kilómetros sin tropezarnos con una lata de refrescos, o un hiriente y descolorido paquete de tabaco o la consabida colilla. La buena amiga que me acompañaba, al finalizar uno de aquellos trayectos, se postró de rodillas y dio gracias, no sé si a Dios o a los dioses, por tamaño milagro.
-¡Mujer! -le dije- la gente se va haciendo educada.
-Es posible que los dioses hagan milagros -me respondió mi amiga sonriendo- pero no hacen imposibles. No confundamos.
Pensé que tal vez tuviera razón.
Otra forma de viajar, ni buena ni mala, aunque tal vez ayude a no envejecer, es la de ir a lugares donde sucedió algo importante, o donde se conserva el recuerdo de alguna hazaña más o menos memorable. Para eso, insisto, hace falta un poco de imaginación. Y sobra la cámara. Este verano decidimos compaginar los caminos de montaña con alguna que otra ciudad. Hacía tiempo que yo tenía muchas ganas de visitar el castillo de Atienza. No por su belleza, que la tiene, o por las batallas o muertes acaecidas en sus muros. No iba por eso. Conocía tanto Sigüenza como Atienza de viajes anteriores, no el castillo. Y siempre, mea culpa, me dedicaba a lo mismo: catedral, doncel, museo, calles y plazas, y poco más. Ahora mis intereses iban por otros derroteros: como un don Quijote en busca de los molinos de viento, recorrí las calles de Sigüenza esperando encontrar un azulejo, un letrero, algo, que me anunciara que, en aquella casa, don Benito Pérez Galdós ambienta el nacimiento y crianza de José García Fajardo, uno de los protagonistas de la cuarta serie de los Episodios nacionales. Creo recordar que la madre de Fajardo era originaria de Atienza, donde poseen una casa. Allí pasa su luna de miel el bueno de José García Fajardo con su esposa, María Ignacia. Y es en el castillo de Atienza precisamente donde conoce a Lucila Ansúrez, que es descrita como una mujer bellísima, la esencia de lo ibero. Lucila será la protagonista de uno de los más inquietantes Episodios, Los duendes de la camarilla. Tenía motivos más que de sobra para conocer el castillo de Atienza.
En Sigüenza no encontré lo que buscaba. Hice una solemne tontería: no consultar el Episodio antes de salir de casa. Y el libro electrónico se me había quedado sin batería[1]. En toda la ciudad no vi ni un cartel que hablara de Fajardo o de Galdós o del Empecinado. Fajardo, cosa que entonces no recordaba, vivía en la calle de Travesaña. Actualmente hay dos calles con el mismo nombre, Travesaña Alta y Travesaña Baja. Galdós no especifica, si bien dice, por boca de su protagonista, que la calle es “angosta y feísima, pero muy importante, porque en ella, según dicen aquí ampulosamente, está todo el comercio.”[2]
Cierto es que tampoco tuve mucho interés en dar con la posible casa de Fajardo: me interesaba más, mucho más, el castillo de Atienza. Cuando llegamos a la ciudad no hice ni caso de la población, ya conocida, ni apenas dejé que mi joven amiga se entretuviera en ver y fotografiar, cosa que le encanta, puertas, rejas, gatos y ventanas. Aceleré el paso en busca del castillo, entre otras cosas porque el cielo se estaba poniendo un tanto fúnebre. Y el airecillo que corría era harto sospechoso. En tanto ascendíamos, no dejaba de mirar todas las esquinas de las calles por si aparecía algún azulejo anunciando donde había vivido el señor don Ventura Miedes, el erudito de Atienza con el que, una vez más, Galdós rinde homenaje a Cervantes: Miedes es o representa el inútil saber, la sabiduría, etimología de los apellidos, entre otras cosas, que no sirve para nada. El señor Miedes, sin embargo, tiene un corazón de oro: pobre de solemnidad socorre a todo el que puede, entre ellos a la familia Ansúrez, que vive en el castillo.
No vi nada dedicado a la memoria de don Ventura, si bien por las calles de la población diversas fotografías recordaban La caballada, celebración típica de Pentecostés. Con ella reciben los atencinos a José García y a María Ignacia, recién casados. Don Ventura Miedes participó en aquella caballada.
Cuando llegamos al castillo, el cielo estaba tan negro que nos temimos lo peor. Rodeamos lo que queda de él. Yo me emocioné pensando que por allí había estado Lucila Ansúrez, madre de Vicente Halcón, y que emprende una alucinante caminata por Madrid en busca de su amante, secuestrado por una monja ex-claustrada. Desde el castillo se veía el vecino cementerio. Eran tumbas nuevas. No, allí no podía estar la de don Ventura Miedes, muerto de hambre y de pobreza.
Me hice cruces pensando que el pobre de don Ventura Miedes subía hasta aquellos peñascos para dar a los Ansúrez lo que él no tenía: pan y comida... José García Fajardo protegerá a la familia Ansúrez. Me emocioné; y casi diría que hasta vi a los personajes de Galdós moverse por unos caminos que, sin duda, no hubieran reconocido. Acaricié una piedra del castillo como si sobre ella hubiera descansado Lucila Ansúrez. ¡Me hubiera gustado tanto hablar con ella!
El cielo estaba cada vez más negro. Nos vino justo llegar al pueblo y subir al coche. Con las primeras gotas de lluvia emprendimos el regreso hacia Brihuega. A los pocos minutos de estar en marcha, ya en la carretera, cayó una terrible granizada. Nunca habíamos sufrido una cosa similar. Temimos, tanta era la furia con la que caía y tan grueso el pedrisco, que se rompiera el parabrisas del coche y que este se abollara. Asustados y con todas las luces encendidas, nos detuvimos en un lado de la carretera. Cuando cesó de caer piedra, mi amiga, ansiosa de estar al tanto de lo que sucedía en el país, puso la radio mientras yo conducía con toda la prudencia del mundo. Alguien del partido en el poder estaba hablando por la radio, defendiendo los recortes del gobierno, defendiendo que nos suban los impuestos, nos bajen el sueldo y nos aumenten las horas de trabajo, defendiendo el desmantelamiento de todas las ventajas adquiridas a lo largo de años y años. El hombre, con voz de circunstancias, decía que eran medidas dolorosas, muy dolorosas, pero necesarias, inevitables si queremos preservar el futuro de nuestros hijos. No pude evitar una sonrisa. Me acordé de unas palabras de la cuñada de José García Fajardo:
Fomentaremos también la Religión, que nace de la conformidad del pobre con la pobreza. ¿Para qué pagamos tanto clérigo, y tanto obispo y tanto capellán, si no es para que enseñen a los míseros la resignación, y les hagan ver que mientras más sufran aquí, más fácilmente ganarán el cielo?”[3]
Los Mercados pagan a los políticos con nuestro dinero; y estos, asumiendo el papel de los clérigos de antaño, tienen que predicar resignación a la gente: si no se sacrifican ustedes hoy, mañana lo tendrán peor. Nada ha cambiado por mucho que aquellos caminos de Atienza ya no fueran los que hollaron Fajardo, María Ignacia ni Lucila Ansúrez: antes vivían bien los nobles y el clero, y ahora lo hacen los mercados y los políticos. Ni unos ni otros han predicado nunca con el ejemplo, aunque se apelliden cristianos, salvo algún Nazarín aislado. Don Ventura Miedes, vecino de Atienza, es un caso aparte; y por eso, y otras cosas, un personaje entrañable con el que también me hubiera gustado departir. No pudo ser.
Sí, vale la pena visitar el castillo de Atienza. Aunque el cielo amenace con hundirse, y lance piedras, rayos y centellas. Me alegré mucho de subir hasta sus almenas, y de estar donde estuvieron todos aquellos personajes... Comprendo, no obstante, que haya personas que consideren que semejante caminata, ascendente, es una tontería. Para mí, no. Es esta una forma de viajar como otra cualquiera. Ahora bien, si se sube hasta el castillo, y se siguen buscando cosas de este jaez, tan alejadas de autobuses y rutas ordinarias, a pie, es difícil envejecer. O, al menos, es un poco complicado coger enfermedades como la gota, el alzheimer y similares.




[1]      Me han prometido regalarme un enchufe del cual se puede recargar dicho libro, sin necesidad de conectarlo al ordenador. En verdad, la ciencia avanza que es una barbaridad.
[2]      Benito Pérez Galdós, Las tormentas del 48, cap. VI
[3]      Benito Pérez Galdós, Las tormentas del 48, cap. XXX

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