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martes, 12 de febrero de 2013

SUEÑO, por Ramón Cabrera Naveiras, de España

Segundo premio certamen de relatos Nuevos Caminos 2007 (Consuegra, Toledo)
Finalista certamen literario Verbo Azul 2007 (Alcorcón, Madrid)
Primer premio concurso literario El Molino de la Bella Quiteria 2009 (Munera, Albacete)

¿Hubo un Jardín o fue el Jardin un sueño?
                                            (Borges)

Amelia se sienta en el viejo balancín de mimbre y apoya las manos en el regazo. El trabajoso paso del tiempo -de las horas, de los días, de las noches- las ha ennoblecido con las grietas de la tierra y hay en cada uno de sus dedos, que el declinar de la tarde transparenta con tonalidades pálidas, la elegancia frágil de las espigas de trigo. Una suave brisa, seca y cálida, le llega del Sahel. Un rebaño de cabras se hacina ruidoso detrás de una cerca; más allá, en su silencio altivo, dos camellos rumian lo que han regurgitado, indiferentes a los ladridos de un perro que, al final, da media vuelta y se escabulle con el rabo entre las patas; una nube de polvo, a veces, se levanta del suelo para caer luego como lluvia de ceniza. Cansada, Amelia cierra los ojos unos pocos minutos. Pero nada desaparece de su memoria. Ni las cabañas diseminadas, ni la extensión infinita de la árida llanura, ni los humildes huertos, ni el pozo de agua arrancado al vientre del desierto, ni la pequeña enfermería, de una blancura inmaculada, ni  la campana que hacen tañir los chiquillos a mediodía y cuyo sonido se mezcla con sus risas. Todo sigue vivo detrás de sus párpados; todo eso le pertenece para siempre, aunque pronto deba abandonarlo. Como son suyos también los fracasos y decepciones, las pequeñas conquistas, esa niña salvada de la muerte, como tantas muchas, esas bocas saciadas, esa sed calmada en los labios resecos, ese hombre, o esa mujer, a los que ayudó y ofreció consuelo y protección en la desventura o el desánimo. La vida, piensa Amelia, sólo se enriquece compartiendo la pena de los demás, alegrándose y disfrutando, por fin, la felicidad de los que jamás la tuvieron.
Un rumor de voces le llega desde lejos. Sonríe. Un grupo de mujeres se le acerca. Las conoce a todas. A todas se ha ofrecido. De alguna, ya anciana como ella, no olvida los recelos iniciales. Una mujer blanca en aquellas tierras inhóspitas era mirada entonces ¡cuantos años ya! como una extraña llegada para perturbar costumbres desde siglos sagradas e intocables. Su libertad era un insulto, sus maneras una profanación, sus consejos la peor de las perdiciones. La mujer, nacida para sierva, sierva debía de consumir sus años de existencia. Pero también hay hombres en la pequeña comitiva. Hombres que con el tiempo aprendieron el significado de la palabra respeto.
Como que le cuesta levantarse, les recibe con los brazos abiertos, ligeramente incorporada en el balancín. Hombres y mujeres se detienen a unos cuantos pasos, en una respetuosa indecisión. Llevan pequeñas cestas que cuelgan a sus espaldas o de sus brazos. Amelia, con gestos, los invita a acomodarse a su lado. Le traen regalos de despedida: collares hechos con piedrecitas, pañuelos a los que no falta ni uno solo de los colores del arco iris, mijo, mandioca, unas sandalias de piel, un cinturón, el tesoro de una gallina .... Mira uno a uno y el estómago se le encoge ante la inminencia del regreso definitivo a su pais. Ya es demasiado vieja para seguir y una muchacha joven llega mañana para sustituirla. Pero agradece a su Dios, y al dios de ellos, la dicha de haberles conseguido algo de lo que siempre carecieron: dignidad y un futuro con pan en el que, por desgracia todavía con sombras y tormentas, no es un castigo nacer donde han nacido. Aún falta mucho por hacer, se dice Amelia, pero un peldaño superado es una enormidad en una escalinata de oprobios que se remonta a los orígenes del ser humano en el Sahel.
Los abraza, y en cada abrazo siente que late un solo corazón. “No te vayas, mamá Amelia” les oye decir. Ha de irse, sin embargo. Los años, o los días, que le queden de vida, han de ser un reencuentro con su tierra. Porque allí, en la próspera Europa, es donde entendió cual era su misión. Comparando es como se alcanza la profundidad del sufrimiento.
“No te vayas, mamá Amelia” repiten “¿qué haremos sin ti?”
Para no llorar, cierra de nuevo los ojos.... Es entonces cuando nota que la sacuden con ternura y que alguien la llama y la despierta.
-¡Señora Amelia!
La claridad que entra por los ventanales de la residencia geriátrica la aturde unos instantes. Confusa, ha de hacer un esfuerzo para saber donde se encuentra. Enfrente de ella, en el televisor, Concha Velasco interpreta las últimas escenas de la  película Más Allá del Jardín, en la que la protagonista abandona su posición holgada en Sevilla para volcarse como enfermera en un pais africano convulso por la guerra. Sí, recuerda ahora que le ha vencido el cansancio viéndola... Son los años que pesan... Y advierte, entre resignada y molesta, que es una de las asistentas del centro la que arregla la manta que cubre sus piernas.
-Señora Amelia, que han venido a visitarla.
Se ha soñado. Gracias a la película se ha soñado y fue feliz unos instantes. No puede dejar de entristecerse. ¡Cuántas cosas quiso hacer que nunca le dejaron! ¡Y cuánto más rato, hoy, hubiese querido continuar dormida!
-Abuela, soy yo.
Recuesta la cabeza en el respaldo de la mecedora y la vuelve hacia su nieta.  Ambas se juntan en un abrazo cariñoso.
-¿Ya es el día? –pregunta.
-Si, abuela, esta noche sale mi avión hacia Etiopía .
De pronto comprende que a quien ha soñado es a ella, a su nieta. Y  besa sus manos, tan suaves y frescas todavía. Amelia es dichosa por saber que hay vida útil para la mujer más allá del sueño.

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