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martes, 19 de marzo de 2013

SON LY, por Raúl Ramos, de Pilar, Argentina


Debo confesar en principio, que no soy ningún adolescente, llevo sobre mi sufrida existencia una pila de años acumulados a fuerza de luchar a brazo partido con la vida, no menor por cierto a la que están expuestos la mayoría de mis congéneres.
Sí llegué a esta altura, sanito por fuera, gracias a Dios, no significa que en mi interior no pululen diversas costuras sentimentales difícilmente desdeñables a la hora de pasar revista de lo vivido -según mi vieja- sin sentar cabeza.
“Son Ly”, así se llamaba la herida mayor de mi destino, rasgón que no ha podido suturar mi filosofía de porteño tanguero.
“Los domingos me levanto, de apoliyar”
No, no se asusten, no voy a cantar, por lo menos con música, solamente voy a desgranar la dolorida queja de mi alma.

Bueno; tampoco me parece justo dramatizar al bajo nivel de un teleteatro, la simple historia de un solitario.
Como digo, los domingos suelo tomármelo para mi descanso del férreo laburo semanal, ya que es el único día de la semana que no hay quiniela y -perdón- yo soy levantador de carrera, sano e intelectual oficio, argentino como pocos si los hay.
En la semana suelo llegar a mi casa bastante tarde. Hasta las doce de la noche le hago una changa al amigo que me permite laburar en el quiosco donde tengo mi parada y se lo atiendo. Pero los domingos no laburo, (no hay quiniela) y ese domingo, como los anteriores o posteriores, suelo sentarme a media mañana, en el viejo patio de mi vieja casa con el mate amargo en ristre como una lanza, mientras de mi radio, “la dos por cuatro” destila las mejores muestras de la canción popular porteña, cosa, que para un veterano de mi clase, es casi una necesidad consuetudinaria.   
Recuerdo que sonaba “Guapeando” por Aníbal Troilo, cuando por el vano de la puerta de calle que yo había dejado abierta, para que el aire de la mañana me favoreciera con su aliento, divisé a una pequeña muchacha que se movía al compás, como transportada. Verla y sentirme lanzado a la vereda por la curiosidad, fue un acto impensado. Casi siempre la curiosidad nos hace cometer hechos de esa naturaleza.
Me apoyé en el pilar de la puerta de calle y observé, reconozco que sumamente atónito, a esa muchacha extraña, que con sus ojos cerrados danzaba al compás del tango con una coreografía rara, que evidentemente no tenía absolutamente nada que ver con el baile que tanto nos gusta a los porteños, de mi edad por lo menos.
Cuando el tango terminó, se detuvo unos instantes y antes de decidirse a abrir sus grandes ojos rasgados, suspiró de manera tal como si la música hubiera sido inhalada hasta la esencia misma.
Al encontrarse ante mi figura “donjuanesca”, aclaro que yo vestía un viejo y descolorido short, que permitía destacar mis piernas flacas, y mi abdomen prepotente,  todo esto, claro, embellecido por algunas canas -muchas- que se asomaban debajo de la tintura tirando a pelirroja que adornaba mi testa y que me hacían parecer mucho más joven -pienso yo- aunque mi vieja diga lo contrario.
Seguramente que no me parecería en nada al Quijote, a pesar de blandir como un ariete a mi mate, porque se quedó unos instantes mirándome fijamente y lanzando una carcajada comenzó a correr para introducirse en la casa vecina en tanto murmuraba palabras en un idioma, para mí, incomprensible.
Me quedé largo tiempo parado boquiabierto sin saber que actitud tomar, o tal vez, esperando que volviera a aparecer, pero no lo hizo.
¡Está loca! ¡La coreanita, debe estar loca!
Me gritó desde la vereda de enfrente, Elisa, la quiosquera.
¡No la vi nunca! ¿Es nueva? Le pregunté con toda la intención de enterarme de algo que empezaba a preocuparme en demasía.
¡Sí! Se mudaron el mes pasado. Parece que estaban ya hace un año en Pergamino.
Seguramente que no les habrá ido bien en el campo y se vinieron para la Capital. Estos bichos son así, aparecen de golpe y cuando una se quiere acordar, se despachan con un supermercado o un maxiquiosco.
Pero los temores de Elisa no se confirmaron, pues la familia de Son Ly no tenía el capital suficiente para convertirse en comerciantes, eran simples trabajadores que habían llegado a este país con la firme intención de labrarse un porvenir que su tierra les negaba, vaya a saber por qué, y como en todos lados se cuecen habas, después de ser infamemente explotados por un coterráneo, propietario de campo, -la condición humana no se diferencia mayormente en otras latitudes- habían recalado en mi barrio, con la sola esperanza de un futuro mejor.    
Durante toda la semana no pude borrar de mi cabeza la imagen de Son Ly, bailando en mi vereda, y al domingo siguiente, desde muy temprano me volví a sentar en mi viejo patio, con el mate y mi radio puesta en el 92.7 del dial a todo volumen, con toda la intención de que la música llegara hasta los oídos de mi vecinita coreana, según me lo había anticipado Elisa, la quiosquera.
Sonaba Pugliese en “Recuerdo” cuando apareció, de la misma forma que el domingo anterior, pero esta vez bailaba con los grandes ojos abiertos y sin dejar de mirar a mi figura apoyada como de costumbre contra el pilar de la entrada. Supongo que ahora me miraba porque yo ya no lucía short, vestía pantalón y camisa al tono y calzaba mis mejores mocasines y las canas habían desaparecido milagrosamente desde la noche anterior.
¡Tangó! Me dijo ni bien  terminó Don Osvaldo.
Quise responderle que sí, pero la saliva se me cruzó en el garguero y me lo impidió.
¡Lindo! ¡Mí, gusta! ¡Quelo apendé! ¿Vo enseñá, mí?
Un calor tremendo me abrigo todo el cuerpo y hasta creo que los colores de mi cara se emparentaron con mi pelo.
¡Sí, claro que sí! ¿Cómo no voy a querer? Le contesté inundado por una felicidad y un desasosiego galopante que no podía comprender en ese instante por qué me ocurría.
La vi salir corriendo en dirección a su casa sin darme la chance de una explicación que me permitiera, por lo menos, situarme en algún lugar de la lógica que yo necesitaba. Me quedé parado en la puerta, anhelando de nuevo su presencia y esta no se hizo esperar para mi felicidad.
Apareció, trayendo de la mano a su padre, y parándose ambos frente a mí, me dijo.
¡Papá quiele que mi aplende tangó, y vo enseñal a mi casa!
El padre sonreía y solo decía ¡Sí, sí!...       
Quise explicarle que yo era nada más que un milonguero, que de docente, ni medio, pero el solo pensar que podía tener entre mis brazos a esa juvenil flor asiática, me hizo callar y aceptar el desafío.
Ese Domingo y el otro y otro más, comencé a disfrutar los mejores momentos de mi vida milonguera.
Son, asimilaba con una velocidad inusitada, a las tres semanas de comenzar con el aprendizaje, bailaba mejor que muchas de las compañeras conocidas con las que me castigaba en los distintos salones de tango que solía frecuentar.
Los padres, siempre en silencio, solían mirar las clases como si fueran autómatas. Al principio, confieso que tuve mis pudores al tomar entre mis brazos a esa pequeña mujercita que había logrado que mi corazón volviera a palpitar como en los mejores tiempos de mi juventud.
Un domingo, casi al terminar la clase, y después de hacerle saber mi entusiasmo por lo bien que estaba bailando, me dijo.
¡Quielo que vo llevá a milonga, a mí!
Sin darme tiempo a contestar y adivinando mi embarazo ante sus padres, agregó.
¡Papá y mamá, dejan!
Cuando el sábado siguiente la pasé a buscar, después de ponerme mi mejor pilcha, y corbata, que hacía un tiempo había dejado de usar y haber retocado con esmero mi pelambre, sufrí un sacudón al verla. Se apareció vestida como la mejor milonguera de raza, sus padres la acompañaron hasta la puerta y luego de decirle algunas palabras que yo jamás comprendería, la besaron con toda la ternura que merecían sus dieciocho años.
Salimos rumbo hacia la parada del colectivo y apenas habíamos caminado unos metros, cuando escuche que alguien me decía ¡Glacias, señol! Giré mi cabeza y vi dos seres esperanzados en un desconocido que tal vez le pudiera dar a esa hija la felicidad que ella ambicionaba.
Cuando entré a la milonga con Son, fue un espectáculo, las amigas de siempre que compartían las noches de baile como un rito, las que tal vez, como yo, rellenaban con algunas horas de bullicio tanguero, la interminable soledad de sus vidas, se sorprendieron al verme en semejante compañía, sorpresa que fue creciendo a medida que nos veían lucirnos en la pista.
De más está decir que me enamoré perdidamente de Son, la amé con toda la desesperación que puede acumular un veterano que viene castigado por errores de lejanos tiempos.
La hice mía con toda la culpa que pesaba sobre mí conciencia, sabiendo que aquellos padres silenciosos me la habían entregado como una perla en bruto para que se las devolviera convertida en una milonguera, y yo cumplí a pesar de todo, se las devolví, milonguera y mujer.
Viví durante un tiempo en el mayor de los encantamientos. Habíamos logrado la mejor de las rutinas con Son, sábados, milonga, cena y cama compartida hasta la madrugada   –no demasiado tarde, cosa que los vecinos no tuvieran nada que decir-.
A pesar de ser un tipo enormemente realista, por mis años, claro, comencé a soñar con un futuro venturoso.
Empecé a darme cuerda con la intención de ofrecerle a Son, la mejor de mis joyas, mi amor de solitario que gracias a ella había empezado a florecer, tardíamente por cierto, pero con toda la fuerza de una semilla germinada por una tierra virgen potenciada en esa mocosita de ojos rasgados que contaba nada más que con dieciocho años.
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¿Parece que se avivó de golpe, la coreanita?
Dijo, Elisa, la quiosquera, sabiendo que me dolía en el alma.
¿Por qué lo dice? Le pregunté, intentando quitarle importancia a mi pregunta.
¡No para una sola noche en la casa! ¡Un día es uno, otro día es otro, todas las noches un coche distinto!
Una nube de sangre ennegreció mi mente, por unos instantes sentí que se me hacía muy difícil la respiración, pero no le contesté.
¿Para qué? ¿Para qué contestar lo que yo casi ya sabía? ¡Si que lo sabía! ¡No lo había visto, claro, hasta ahora! ¡Pero yo lo sabía!
¡Qué derecho tiene un viejo de cincuenta y cinco años a hacerse ilusiones con una piba de dieciocho por más coreana que sea!
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¡Bueno! Menos mal que vino el invierno, ya no preciso dejar la puerta de mi casa abierta para que el aire me favorezca con su aliento.

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