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viernes, 17 de mayo de 2013

VERSIÓN PARA CHICOS, por H.R. Malkiel (1) de Buenos Aires, Argentina


Eran primos, aunque en realidad no eran primos. La relación que los unía era una cosa incierta. Parecía ser que los padres de Ricardo habían sido amigos de los padres de Manuel, y con el tiempo tomaron la filiación de “primos” con la misma inercia con que se acepta que hay que ir a la escuela. Apenas llegó a nuestro pueblito cordobés su acento nos resultó llamativo y hasta gracioso, pero rápidamente dejamos de notarlo y se volvió uno más de nuestro grupo. Las explicaciones sobre su llegada eran igual de misteriosas que su parentesco con Ricardo. Había venido desde Jujuy con su madre y su hermanita, una bebe que tendría cerca de un año.
Así es como creo que pasó, porque la memoria de los chicos es bastante vaga; gran parte de los recuerdos no son más que una fantasía para completar los huecos que la falta de atención a los detalles no ha sabido llenar.
Manuel, su madre y su hermana, se quedaron a vivir en la casa de Ricardo durante todo un año, en una pieza que había en el fondo, donde antes de su llegada se guardaban cachivaches que pasaron a esperar en la vereda el andar lento del botellero, o del viento, o del olvido. Unos días después comenzó a cursar el quinto grado junto con nosotros, adaptándose sin problemas a nuestra forma cordobesa de ver las horas en la escuela como “tiempo perdido”, robado a los partidos de fútbol y a la exploración incesante de los alrededores de nuestro barrio, explorado antes por nuestros padres, y más antes por nuestros abuelos. La cartografía inútil que no agregaba nada nuevo, pero que ensanchaba las líneas ya definidas y rebautizaba ciertos lugares con el desinterés y la falta de respeto de cualquier colonizador.
Manuel nunca hablaba sobre su padre. Para nosotros esa fue una pregunta obligada al comienzo de nuestra amistad, porque sabíamos de su madre y de su hermana, pero nada más. El resto era sombra sobre sombra, un conjunto de imprecisiones que Manuel parecía esgrimir con impaciente cortesía y con una sonrisa fingida que en su cara duraba lo que dura el sobresalto provocado por un portazo imprevisto. Cuando era interrogado sobre esto con insistencia se limitaba a decirnos que su padre se había quedado en Jujuy, y eso era todo.
La mayor parte del tiempo era simpático, hablador y extrovertido. Fue esa la razón por la cual logró integrarse tan pronto a lo que nosotros considerábamos entonces un grupo selecto, una especie de logia que reunía a los más finos y sofisticados individuos, o como opinaban los vecinos, lo peorcito del barrio.
Pero Manuel también tenía otros momentos en que no era Manuel, o mejor dicho, no era “ese” Manuel, porque era “otro”, uno que era capaz de pasarse todo el día sin pronunciar una palabra a menos que alguien le preguntara algo, y aún entonces sólo te contestaba con: “si”, “no”, “no sé”; como si ese fuera todo su vocabulario. Tan lejano un Manuel del otro. Esos días había que mandarlo al arco, porque para otra cosa no servía. Y a duras penas si te atajaba algo cuando los del otro equipo pateaban a “fundir”.
Cada tarde se nos iba más o menos en las mismas rutinas: fútbol, subir al cerro o mojarnos en algún arroyo. Ese año en la escuela me fue particularmente bien. Me eligieron “mejor compañero” y la chica más linda se enamoró de mí; todo lo que importaba estaba momentáneamente cubierto y yo suponía con lógica que la vida sería siempre igual de bella y fácil. Algunas noches mi viejo nos daba permiso para hacer un fueguito en el patio y nos dejaban asar algunos chorizos en la parrilla. Después de comer se escapaba de la mesa de mi madre para venir hasta donde estábamos y nos contaba algunas historias de miedo que me encantaban y que todavía recuerdo con la mayor de las nostalgias. Decía mi viejo que cuando él había sido chico aparecieron en el pueblo unas “personas” que eran “altas como los techos”, y que sin avisar, se habían metido en las casas de algunos vecinos. Nunca terminaba de explicar que había sucedido con los vecinos, porque entonces pasaba a contar chistes verdes que luego repetíamos impunemente en la escuela y que se volvían un escándalo cuando los demás chicos los contaban en sus casas. Hay un momento de la infancia en el que uno se mide por las obscenidades que conoce, nosotros podíamos darnos el lujo de picar alto.
El resto, lo que se podría decir que era el resto (pero que constituía el fondo de nuestras vidas), era una tranquilidad de pueblito del interior. Y nunca mejor dicho que “pueblito del interior”. Del interior del país, del interior de la provincia, del interior de los cerros; o del medio de los cerros (eso es mejor, pero para el caso es más o menos lo mismo, y todo era más o menos lo mismo). Nosotros siempre éramos más o menos los mismos, salvo Manuel, que a veces era uno, y a veces era otro; que a veces te miraba como si no se aguantara las ganas de contarte alguna picardía, con una sonrisa grosera detrás de una sonrisa enigmática, pero que otras veces caminaba detrás nuestro, como si lo lleváramos atado con un piolín invisible, sin más voluntad que la de un barrilete que nunca, jamás, podría “combear” por iniciativa propia. Así de triste era verlo esos días en que todavía no sabíamos nada, fines de julio o principios de agosto, y él era un recién llegado.
Faltaban dos años para el mundial de fútbol, pero en la cancha el equipo argentino salía campeón todos los días. Cuando ganábamos, nosotros éramos Argentina, cuando ganaban los contrarios, ellos eran Argentina, porque Argentina no podía perder, y había que resignarse a ser Holanda o Brasil. Para los chicos es más fácil ver el futuro que el presente.
Cuando llovía y no podíamos jugar afuera nos reuníamos en la casa de Santiago, que era el único que tenía televisor. Su padre era jefe de nuestros padres y decían en el pueblo que su familia tenía más plata que todas las otras familias. Santiago (primero de cuatro hermanos) era bueno, pero un poco caprichoso; cuando jugábamos al fútbol siempre era Kempes, que un par de años antes había sido un ídolo para muchos cordobeses, fueran o no hinchas de Instituto, y que ilusionaba a todos con ser futuro ídolo en el mundial del setenta y ocho. A Santiago había que dejarlo, porque era el dueño de la mejor pelota y eso le daba privilegios.
Fue una de esas tardes de lluvia en que, agazapados frente al televisor blanco y negro como lagartos tomando sol, Manuel nos hizo la pregunta que ninguno pudo haber anticipado, una pregunta que el pobre llevaba masticando varias semanas, que le exigió una preparación que yo alcancé a ver de reojo, un afirmarse en su lugar, poner cara de serio, dudar, volver a afirmarse y volver a poner cara de serio, para después soltar así como así, como quien deja escapar un eructo en una iglesia:
—¿Ustedes creen en el Diablo?
Hubo que esperar un rato. No sé ¿Treinta segundos? Tal vez fueran un par de minutos, porque lo que recuerdo no es el tiempo, sino la sensación. El ruido de la tele que de pronto ya no significaba nada. Un personaje pelado que escopeta en mano espera que salga un conejo de un agujero perfectamente redondo, pero mi cabeza es otra cosa, ahora y entonces. “Entonces” un escalofrío inesperado en la médula de mi espina. “Ahora”, una profunda tristeza. Bugs pones los dedos en el cañón, el tiro sale por la culata y la pantalla funde a negro. Una nueva escena, y yo todavía con el escalofrío, lento como una babosa sobre mi espalda desnuda. Treinta segundos, un par de minutos. Lo que tardó en fundir a negro una escena, y de pronto la voz de Ricardo, sacándome del fondo de mi propio agujero, el de “entonces” y el de “ahora”.
—Yo creo —contesta (contestó) Ricardo—. Lo vi una vez en una revista. Tenía un traje rojo con una capa y guampas rojas.
Y la respuesta nos sirve (nos sirvió) a todos como tema de conversación; a todos menos a Manuel, que otra vez está a kilómetros de distancia, que otra vez es un barrilete en manos de un chico inexperto, condenado a permanecer en el suelo, lejos de todo propósito. Manuel a través de una lupa para verlo de cerca. Manuel a través de un telescopio para verlo de cerca. Manuel está al lado nuestro, en un desconocido pueblito cordobés. Manuel está en Jujuy, sentado frente a la tele en un desconocido pueblito cordobés.
El año escolar terminó y comenzó la vida en serio, ese lujo de vivir sin tiempo como los animales o los relojes. La disponibilidad de la mañana siempre nos daba la oportunidad de extender las exploraciones, de llegar todavía más lejos que el día anterior. La meta principal en ese momento era seguir el origen del arroyo, la misma novedad de todos los años, el terreno ganado a la naturaleza. A veces Santiago robaba de su casa un poco de chivo que habían guardado y lo asábamos a mitad del día, a mitad de la nada. Y digo la nada porque en verdad lo era; ni siquiera el humo oscuro (indicio de quien no domina las artes de hacer un buen fuego) alcanzaría a verse desde el pueblo de tanto y tanto que nos alejábamos, que nos adentrábamos en esa soledad áspera de los cerros cuyas siluetas parecían cortadas a dentelladas, de esas altas paredes de piedra por las cuales se filtraba un agua fresca que bebíamos apoyando la boca y aspirando. El mundo era mucho más bueno entonces, y era mucho más bueno porque era mucho más pequeño, para todos, excepto para Manuel, que conocía mejor que nadie las distancias. Que se vino a nuestro pueblito con su madre y su hermana, pero sin su padre, huyendo quién sabe de qué, del Diablo, o simplemente del aburrimiento o de la falta de trabajo. Imposible comprender a cierta edad algunos silencios: el de los cerros, el de Manuel.
Podría decir que la mitad de nuestra infancia se nos fue en caminatas, en una exploración incesante, en un cerro detrás del otro, en un día detrás del otro y en un año detrás del otro. Todo ese tiempo que ahora me parece inamovible (y que lo es por justas razones), todo ese bloque histórico perfectamente delimitado, al que sólo puedo acceder de la misma manera al que accedo a los recuerdos soñados. Y es que con el tiempo todo se vuelve sueño, como también es cierto que ciertas fantasías se vuelven realidades, no porque lo sean, sino por un proceso exactamente opuesto. Soñar es traer a nuestras vidas todo un vasto mundo simbólico, pero igualmente, uno puede transformar ciertas realidades en símbolos y fantasía, los chicos necesitábamos hacerlo más que nadie. Manuel necesitaba hacerlo más que cualquier otro chico.
Y fue en una de esas tardes en que, después de comer y dibujar con una ramita en las cenizas, Manuel nos contó sobre su padre. Pero no lo hizo con la seguridad de quien se sabe una historia de cabo a rabo, sino que lo hizo buscando en nosotros una complicidad que le era esencial, y que necesitaba tanto para definirse a si mismo como cualquiera de nosotros necesitaba ser Mario Alberto Kempes a la hora de jugar al fútbol.
Voy a mentir. Sé que voy a mentir, porque la historia de Manuel no fue exactamente así como la voy a contar. Fue una cosa mucho más fragmentada, caótica. Fue la historia contada por un chico de once años, no la historia de un hombre que a veces escribe como un chico de once años. Pero a pesar de las mentiras, de lo que puedan agregar la mala literatura y el relleno del tiempo, es una versión fiel, sólo que ordenada, de lo que Manuel nos contó esa tarde. Con todo me pasaba (me pasa) lo mismo. Recuerdo mejor tener dos años y pensar que jamás aprenderé a atarme los cordones yo solo, que la conversación de ayer con el carnicero (por nombrar a alguien con quien ((creo))  he hablado ayer).
Espirales en la ceniza, eso si recuerdo que dibujaba Manuel mientras hablaba, mientras contaba por primera vez (y terminaba de definir para sí) la historia de su padre, de lo que había pasado con su padre. Cómo es que llegó a tales conclusiones no lo sé, porque algunas cosas, algunos datos y guiños se dejaron ver de costadito, más sugeridos que vistos en realidad: algo de leyenda urbana por aquí, algo de realidad certificada por allá; la luz que se corta, el ruido del motor de los camiones, recuerdos reales, cosas que perfectamente son hoy materia de juicio e investigación. Lo otro, el otro Manuel, el que nos dijo que a su padre se lo había llevado el Diablo, el que nos dijo que el dueño el ingenio azucarero había hecho un trato con el Diablo, un trato que implicaba riquezas y prosperidad a cambio de las almas de los trabajadores del ingenio; ese otro Manuel es suyo, que ya es un hombre, y es mío, que soy otro hombre. Ese Manuel recordaba “La noche del apagón”, recordaba las leyendas sobre el dueño del ingenio azucarero y unió los puntos. “A” va con “B”, porque los chicos siempre trazan líneas rectas entre las ideas, y las únicas curvas eran las de esas espirales en las cenizas. Y él que todavía no sabía, y yo que sabía menos que él. Y el resto era nada más que cerros y exploraciones y el fondo de nuestras vidas.

(1) Seudónimo de Hernán Ocampo 

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