Extraído del libro “El
pueblo de mala muerte”, de Ediciones Garabato (Córdoba, Argentina, 2002), con
expresa autorización de la autora.
Una de las costumbres más enraizadas y sistemáticas que mi familia
transmite de generación en generación —y conserva intacta con mucho orgullo—
fue, es y será llevar a los niños, desde muy niños, a cuanto velorio haya en el
campo: un poco para acostumbrarnos a recibir dolor y otro poco porque es el
único lugar donde la gente se abraza mucho. Tanto mamá como papá desearon que
mi hermano y yo aceptáramos el padecimiento y al mismo tiempo tuviéramos
afecto.
Hombres y mujeres, niños y ancianos,
cuñadas y vecinas, se fundían en una causa común, como si el llanto los hermanara
y dejaban de lado, aunque más no fuera por un rato, las críticas destructivas.
Así fue que cuando murió el tío
Hilario, mamá y papá fueron los primeros en llegar con nosotros al velorio,
para que acompañáramos a Martita y a su madre, mi tía Marta, en el transcurso
de semejante suplicio.
Me habían puesto el tapado nuevo,
los zapatos de charol negro, las medias con puntillas y dos moños blancos en
las trenzas. Mi mamá me recomendó no correr y tampoco perder el pañuelito
blanco con iniciales rosas, que tía Marta me había regalado para el día del
niño. A decir verdad, tía Marta siempre me regalaba pañuelos, aunque exigía a
cambio una moneda de diez centavos, para evadir la mala suerte. Tenía en mi
cajón de la cómoda cuarenta y cuatro pañuelos que había recibido a lo largo de
mis once años, correspondientes a las once Navidades, a los once cumpleaños, a
los once días de Reyes y a los once días del niño.
A mi hermano lo vistieron con
pantalones negros, camisa blanca y corbata; la misma ropa que usaba para ir a
las fiestas. Mamá nos tomó de las manos, pero a él no le dio pañuelos, y le
dijo: los hombres no lloran. Avanzamos. Tía Marta lloraba y lloraba. Martita,
la flamante huérfana, nos convidó con granadina y jugamos a la rayuela, a las
escondidas y a la mancha venenosa. Caminamos y miramos cómo la gente llegaba y
lloraba. En un rato se pobló el campo de llorones. "Parece que no se da
cuenta la chica" —dijo una señora. "Ya va a caer —le contestó la
otra—, está atontada".
También vino mi otra tía, la tía
Eulalia, que nunca regalaba pañuelitos porque, según decía, el efecto de la
moneda no contrarrestaba la mala suerte. Tío Hilario había sentido hacia mí un
cariño muy especial porque yo era su ahijada, por eso tuve que enviar una cruz
con flores rojas con una tarjeta con mi nombre solamente. Y qué fuerte
impresión me causaba ver el dibujo de esas letras adentro de un cajón de
muerto, desprovisto de toda compañía. Y más terror aún cuando pensaba que la
cruz pasaría el resto de las noches encerrada en el cementerio.
Me había pasado algo similar cuando
murió mi madrina y me hicieron colocarle un corazón de claveles blancos sobre
el pecho. Y bien que tardé meses en olvidarme, porque cada vez que mi mamá
apagaba la luz, venía a mi encuentro la imagen de aquel rostro en el cajón y
los claveles blancos. Mejor hubiera sido tener una madrina que no se muriera,
pensaba yo, pero eso no se podía elegir ni prever porque morirse es
imprevisible.
—No somos nada —dijo mamá.
—Cuando te toca te toca —exclamó un vecino.
Y yo tuve miedo de que me tocara.
En la casa había sillas y banquetas por todos lados, pero no
eran las sillas que tenía la tía cuando no era viuda. Ahora que era viuda
estaba al lado del cajón, miraba el piso, hablaba sólo cuando alguien le
hablaba y lloraba. Luego se quedaba quieta y callada.
—¿Viejo, por qué me dejaste?
Las mujeres de los campos vecinos le
decían: "No llorés" o "llorá, mujer, llorá", y le ponían la
mano en la cabeza, le preguntaban de qué se había muerto el muerto, la
acompañaban.
Tarde o temprano, todos vamos a
estar ahí —murmuró una vieja mirando el cajón y temblé cuando oí aquello.
—Vení —me dijo otra vecina mostrando las paletas de sus
negros dientes delanteros—, no hagas caso.
Y en un intento por consolarme aseguró:
—No te asustes, la gente religiosa no muere. Hilario no
murió, está con nosotros.
—¿Y quién está allí adentro? —y miré hacia todos lados.
Nadie contestó.
—¿Por qué dice que no murió —pregunté a mamá—, si estamos
todos acá velándolo?
—Hija, quiere decir que no murió espiritualmente, el alma
sigue viviendo.
Con el miedo que le tenía a los espíritus, ya no quise estar
allí y fui a tomar aire y a preguntarle a mi papá por qué, si nadie quería al
tío Hilario, todos lloraban en esa casa.
—El tío Hilario está muerto hija, y ahora es bueno porque su
alma está en el cielo.
Eso me tranquilizó. Pero me duró sólo unos segundos la
tranquilidad, porque la vecina dentuda vino a conversar de nuevo; le preocupaba
que no me explicarán bien las cosas.
—Querida —afirmó, y yo no podía dejar de mirarle los dientes—,
el alma de quien muere sin creer en Dios, no puede ir al cielo, y su espíritu
permanece suspendido unos días hasta que se reza lo suficiente y Dios lo
perdona. Pero tu tío Hilario era bueno y los buenos se van al cielo.
El olor a crisantemos me descomponía
y quedé en silencio. El viejo del bastón, del campo vecino, saludó a mi tía:
—Queridita, se te fue el Hilario.
Volví a tranquilizarme. Ya eran dos
los que afirmaban la partida. A la noche hubo asado y vino para todos. Muchos
vecinos se quedaron a comer y contaron chistes de velorios de campo.
Pero lo peor para mí fue dormir en
la habitación contigua al cuarto del velorio. Mamá vino a darnos las buenas
noches a todos los chicos que había en el cuarto.
—¿Mi papá se fue al cielo? —preguntó Martita.
— Tu papá subirá cuando ustedes terminen de rezar todo lo
que tienen que rezar —amenazó mamá.
—Yo no voy a rezar —le contesté, y miré a mi hermano.
—Vos vas a rezar porque si no, mi papá no sube.
—Yo no rezo.
—Vos rezás.
Empezó mi hermano y siguió Martita,
llorosa por miedo a que por caprichosa yo no rezara. Mamá repitió la orden y se
fue, sin antes advertir:
—Hija, rezá, porque si el alma no sube, se mete en el cuerpo
de los que no creen.
Mi corazón empezó a cabalgar. Miré
abajo de la cama, detrás de las cortinas y adentro del placard. Puse un
papelito en el agujero de la cerradura, pero Martita dijo que las almas
atravesaban las paredes.
El silencio de la noche dejaba oír
los murmullos de los que quedaban en el velorio y algunas frases se filtraban
por debajo de la puerta. Cada tanto, Martita, que rezaba, me decía que lo
hiciera. Yo masticaba la sábana; no quería pensar en el muerto ni creer que su
alma se asilaría en mi cuerpo. Y le dije que sí, que iba a rezar.
Pero no recé.
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