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martes, 10 de septiembre de 2013

POR LA MAÑANA, por Ana Carrasco (*)


Me gusta que él apriete mis pezones. Ejerce una suave presión entre sus dedos, y los hace girar en uno y otro sentido aun ritmo que a veces es lento y otras vertiginoso. Mientras tanto me desafía con sus ojos negros: “A que esto te duelen, ¿no?”. No sé qué me excita más, sino el roce o su mirada ardiente. Es algo que trato de desentrañar desde que lo conozco, pero ahora, prefiero dejarme llevar por el placer que invade cada rincón de mi cuerpo.

Acaba de llegar, pero, como de costumbre, tiene poco tiempo. Lo esperan en menos de dos horas, así que nuestro encuentro va  a ser breve. El acomodó, como de costumbre, el dinero, su pañuelo, las llaves y la cruz que usa en el cuello, sobre la mesa de luz. Colgó los pantalones del traje cuidadosamente sobre una silla y colocó por encima el saco. Luego puso la corbata sobre el respaldo, como un lazo que le pone punto final al conjunto.
Me encanta ver la parsimonia con la que se desnuda.  Yo lo hice en un ritmo completamente distinto. Dejé mi camisolín en algún lugar del living cuando lo escuché entrar y supongo que mi bombacha de encaje habrá quedado bajo la cama. Después que se vaya tendré que dedicar un buen tiempo a recuperarla.
En este momento prefiero darle placer. Al fin y al cabo, para eso se hizo un rato entre tantas reuniones. Como si conociese de memoria cada reacción de su cuerpo delgado y fibroso deslizo mi dedo por sus nalgas y me detengo allí donde le gusta. Mientras tanto mi lengua se desliza hacia abajo desde su ombligo atravesando una maraña de vello hasta llegar a su miembro. Su respiración se agita y ese sonido me excita más que sus caricias.
Entre dientes, y con su miembro completamente erguido en mi boca, comienzo a gemir. Agradezco haber puesto algo de música ya que el portero parece estar siempre alerta sobre lo que sucede en mi departamento. Cualquier sonido fuera del quehacer cotidiano hace que se instale a barrer en mi puerta. No dice nada pero luego saluda con una semisonrisa de complicidad que lo convierte en un ser detestable. A veces creo que el hombre fantasea con sumarse en uno de nuestros encuentros, pero no sabe que jamás será invitado.
Pero esta vez Billie Holliday está de nuestro lado. Su voz sonora y profunda destripa los versos de XXX. Alguna vez él y yo hablamos sobre nuestros temas favoritos a la hora de hacer el amor. Coincidimos en el jazz con preferencia de voces femeninas: Billie, Ella Fitzgerald y, por supuesto, Nina Simone. Alguna vez hemos probado con algún bolero pero las letras melosas nos distraen y volvemos al ritmo sincopado y a la sensualidad del saxo o la trompeta.
Ahora lo estoy lamiendo al ritmo de la música. Tiene la cadencia justa para que mi lengua se deslice por los recovecos de su ingle y luego la emprenda con su miembro. El ha encontrado algo que le gusta en mi pelvis. A veces son sus dedos y otras su lengua pero me la hacen pasar de maravilla. De vez en cuando escucho la escobar del portero que golpetea contra mi puerta. El hombre se ha decidido a dejar mi umbral impecable, y, de paso, a colectar sonidos para sus noches de insomnios.
Hasta ahora no ha sondado su celular. Tanto da si es una llamada a la que le ha puesto un ringtones de un tema de Eric Clapton, como la alarma que le anuncia la llegada de un mensaje de texto o un mail. Más de una vez he tenido que entretenerme con alguna porción de su cuerpo mientras sus dedos se ocupaban de teclear para responder asuntos urgentes. Pero hoy, su oficina y sus clientes particulares han estado complacientes. Casi se han convertido en nuestros cómplices.
Para entonces Billie la ha emprendido con el último tema del CD. Sé que apenas tiene el tiempo justo para llegar a la reunión con aquella cámara empresaria. Por eso; con un guiño, acuerdo con él ponerle fin a la escalada de placer. Con un movimiento rápido me doy vuelta hasta quedar sentada sobre él, que ha quedado de espaldas. Me muevo al ritmo lento de la música mientras ambos sentimos una suerte de acople perfecto que va desde nuestras lenguas que se entrelazan hasta las pelvis que han quedado unidas indisolublemente.
En este punto, nuestras respiraciones son rugidos y las miradas, un acuerdo tácito de que llega el estallido. Muerdo su cuello; intento no gritar pero no tengo éxito y le doy al portero un motivo para entretenerse esta noche o comentar con las vecinas: el tiene más suerte y logra ahogar su estallido en la cascada de mi pelo.
Como siempre, no hay tiempo para despedidas largas. Se da una ducha rápida y corre a su maldita reunión. Yo me demoro en un baño de inmersión para borrar cualquier huella de su paso por mi cuerpo. Después me visto y salgo a hacer las compras. Me queda poco tiempo para preparar el almuerzo antes de ir a buscar a los chicos al colegio. Antes de irse él prometió que llegaría temprano para que fuésemos a la reunión de padres  del menor. Maldije nuestra costumbre de hacer el amor a la mañana, después de dejar a nuestros hijos en la escuela. Pero nos seducía la idea de tener toda la casa para nosotros. Cuando salí, el portero sonreía.

(*) Seudónimo 

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