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viernes, 20 de diciembre de 2013

EPÍSTOLAS A NEMO IX, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España



La otra tarde, querido Nemo, me recorrí varios centros comerciales de la ciudad buscando discos de Haydn. Estoy un poco obsesionado con este compositor. Me gusta mucho su música. Hay cuartetos y sinfonías suyas que me enloquecen, que me dan la vuelta a mí mismo, y me hacen ver la vida con agrado, benevolencia y amabilidad. Es una delicia, a altas horas de la noche, estar tumbado en la cama oyendo cuartetos y sinfonías de este buen hombre. Gracias a él, además, a veces tengo la sensación de estar con toda la gente que he estimado a lo largo de mi ya dilatada vida. Debe ser, sin duda, por aquello que dicen que siempre se desea compartir con las personas a las que se quiere lo mejor que se tiene, o se ha hallado. La música de Haydn es “mi último y feliz hallazgo”.

Te he puesto la frase entre comillas porque no es cierto, no es un hallazgo de última hora. Recuerdo que de joven, cuando me compraba discos todos los meses, me hice con un Octeto de este autor. Me gustaró mucho. Pero estaba grabado, como casi todo en aquella época, en un disco de vinilo; y cometí la tontería de regalarlos cuando, en mi nueva casa, tuve un reproductor que funcionaba con rayo láser. Ahora me he propuesto hacerme de nuevo con aquel octeto. De vez en cuando hago incursiones por las tiendas de discos, lo busco, no lo encuentro y me desespero; pero me vengo a casa con algo nuevo, que no tenía, y que me ha parecido que no estaba mal de precio.
Siempre he lamentado que en mi época no se estudiara música durante el bachillerato. Me gusta mucho la música; pero soy un total analfabeto en ella. Quiero decir que no sé leer una partitura; y, mucho menos, interpretarla. Y me hubiera gustado muchísimo saber tocar un instrumento. Por eso mismo llegué a odiar a muerte a aquellos alumnos a los cuales la profesora de música bajaba al salón de actos a ensayar cualquier pieza, y se ponían a hacer tonterías y memeces despreciando la gran oportunidad que tenían. Sí, más de una vez pensé, viéndolos tan maleducados y haciendo tantas tonterías, que era echarle margaritas a los cerdos. Pero así es la vida. También había otros muchos que se lo tomaban muy en serio, que estudiaban en el Conservatorio, y que hasta, sabiendo de mis aficiones, me regalaban entradas para conciertos, o grabaciones de audiciones que habían hecho junto con sus profesores. No te puedes imaginar cuánto envidaba a esos alumnos. Melancólico, oyendo o viendo sus actuaciones, pensaba qué bello sería volver a tener catorce años, ir a un instituto y poder estudiar música. Ese regreso a la adolescencia se tenía que dar, por supuesto, sin olvidar lo que ya sabía... A veces la música me hace desvariar.
No obstante, creo que, durante mi juventud, no perdí el tiempo, aunque no toco ningún instrumento. La vida, por suerte o por desgracia, es una continua selectividad. Y cuando no es uno mismo quien escoge entre una cosa y otra, son las circunstancias quienes lo hacen. En el primer caso, el error nos ronda, y en el segundo, creo que lo mejor es amoldarse a lo que hay. Me parece que fue don Francisco de Quevedo quien dijo aquello de última filosofía del saber: aceptar lo que viniere. Don Francisco de Quevedo, como sabes, estaba muy próximo a la filosofía estoica. De hecho tiene un librito, Defensa de Epicuro contra la común opinión, en el que defiende a los estoicos, confundidos con los epicureístas, y que, creo recordar, le granjeó problemas con la puntillosa y terrorífica Santa Inquisición. Los estoicos vienen a decir, por si se produce el error, o por si alguien se ve metido en algo que no ha buscado, y de lo que no puede escapar, que se ha de lograr que las cosas contra las que una persona no puede nada, que nada puedan contra dicha persona. Difícil de lograr, como puedes ver; pero es el camino más seguro y tranquilo para vivir con una cierta paz y armonía.
Yo no soy creyente, aunque he recibido una educación totalmente religiosa. No me molesta haber recibido dicha educación. Nunca me ha molestado. De hecho les dije a mis padres, cuando tenía seis o siete años, que quería estudiar porque pasé un fin de semana en casa de un primo mío. Era mayor que yo. Y sobre su mesa, un domingo por la noche, había un libro: Historia sagrada. Me puse a leer las persecuciones de Nerón hacia los cristianos. Creo que se despertó entonces mi afición por Roma, por la política y por varias cosas más. Mi primo me dejó leer y leer en tanto él hacía ejercicios de matemáticas. Sí, decidí entonces que quería estudiar y saber.
Hay muchas cosas del cristianismo que nunca he entendido, y que tampoco me preocupan mucho. Sin embargo, don Francisco de Quevedo, con un inefable sentido del humor, en otro libro, La cuna y la sepultura, me aclaró una: el perdón de los enemigos, la cosa que siempre me ha parecido más difícil dentro del cristianismo. No lo ve así don Francisco, quien dice no sin sentido del humor:
Rigurosa y desabrida cosa fuera y llena de peligros, si te mandara vengar de tus enemigos, salir a media noche o solo, cargado de armas o acompañado de amigos, acecharle y al cabo procurar su muerte. ¡Cuanto mejor es perdonarle, cosa que puedes hacer cenando y en tu casa y acostado y con todo tu descanso!”[1]
Me pareció genial la reflexión de don Francisco. Y me lo sigue pareciendo. Aunque el ser humano, en muchos casos, solo se halla satisfecho cuando ve sangre, cuando ha conseguido tranquilizarse haciendo daño. Afortunadamente no siempre es así. Recuerdo una vez que esa profesora de música, de la que ya te he hablado, estaba preparando un cierto proyecto. Quiso contar, para él, con un profesor especialista en música e instrumentos antiguos. El teléfono de dicho profesor se lo facilitó un profesor. Me contó ella que sólo una vez, la primera, consiguió hablar con él: a partir de ese momento nunca nadie le volvió a coger el teléfono. Imaginó esta mujer que le sabía mal al necio del profesor decirle que no quería o no podía ayudarla, y dio la callada por respuesta. La buena profesora lo juzgó como un hombre carente de toda elegancia, y lo dejó estar. Yo lo juzgué como un estúpido: sabido es, al menos desde don Miguel de Cervantes, que tantas letras tiene un sí como un no: “Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un y que harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino”.[2]
Igualmente podía haber hecho el especialista en instrumentos medievales. No obstante, aquello que le sucediera a mi compañera me hizo caer en la cuenta de lo acertado de su juicio: más que de maldad, al menos en estos casos, se debe hablar de necedad, de estúpida vanagloria y de, por supuesto, falta de la más mínima elegancia. Poco después me sucedió a mí algo similar: recurrí a un compañero, de otra rama distinta a la mía, para preguntarle un problema que me había surgido en mis recientes estudios; y este, ante el libro desplegado, salió corriendo como si hubiera visto al diablo. Luego me vino con excusas de que tenía una reunión con un padre, o un entierro o una boda, ya no recuerdo. Entendí perfectamente lo que sucedía; y, la verdad, me dio pena: seguramente temió, como era norma allí, que fuera haciendo yo comentarios sobre lo que sabía o dejaba de saber. No quise perjudicarlo en lo más mínimo. Le pregunté porque quería saber, nada más. Y creí que él sería capaz de resolverme mi duda. No hubo ninguna mala intención. Pero, en fin, cada uno es muy libre de pensar lo que quiera. Eso sí, nunca más le volví a preguntar nada. Y él empezó a mirarme, a partir de aquel momento, con una mezcla de temor y de rencor. ¿Cómo vengarse de personas así? ¿Y para qué? Desde luego es mejor quedarse en casa cenando u oyendo música o leyendo que salir por ahí a decirles cuatro cosas a estos señores. Al fin y al cabo tampoco va a castigar uno a las personas que van por el mundo vestidas de cualquier forma.
Cierto es, y te lo he dicho antes, que me hubiera gustado volver a tener catorce años, sin perder mi experiencia, para poder estudiar música, como lo hacían aquellos alumnos. Pero la vida no tiene vuelta atrás. Y la experiencia es algo que no se debe desdeñar: gracias a ella nunca más volví a preguntar nada a ninguno de mis camaradas. Y me acordé de lo que decía don Francisco de Quevedo: “Molesto es empezar siempre la vida, o si de esta manera se declara más este sentir, mal vive quien siempre empieza a vivir.”[3]
No, hace tiempo que dejé de empezar a vivir. La experiencia me ha enseñado a tratar de vivir sin molestar a nadie. ¡Y estoy tan a gusto oyendo música de Haydn! Lo haré así, querido Nemo, mientras la pensión, cada vez más magra, me dé para ir tirando. Luego, Dios dirá.



[1]    Francisco de Quevedo, La cuna y la sepultura. Edición de Celsa Carmen García Valdés. Madrid, 2008. Ediciones Cátedra, p. 103
[2]    Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Primera parte, cap. XXII
[3]    Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión, Madrid, 2008. Edición de Eduarrdo Acosta Méndez. Ed. Tecnos, p. 25

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