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miércoles, 4 de diciembre de 2013

“¡ME IMPORTA UN PEPINO!”, DIJO EL ARGENTINO, por Malena Lorenzo, de General Villegas, Argentina.

A mi musa inspiradora, Analía


Hoy, diez de Junio del año de nuestro Bicentenario tuve que ir al acto de Las Malvinas en la plazoleta del pueblo como escolta de la bandera nacional del colegio de hermanas. Aunque puede sonar triste, mi falta de patriotismo me generó un profundo rechazo al recibir la noticia de que pasaría una hora muerta de frío mirando como los que dicen ser nuestros representantes se hacen los conmovidos frente a una viejita que perdió a su hijo en aquella guerra, un hombre que quedó mal de una pierna, y varios más que vaya usted a saber con qué secuela cargarán.

El acto se realizó en aquella plazoleta porque desde hace un tiempo allí hay un cañón estacionado simulando simbolizar respeto y reconocimiento, por parte del pueblo, hacia los excombatientes de Malvinas. Ese pedacito de tierra se encuentra en un intento de avenida ubicada al final de lo “mejorcito” de nuestra localidad. ¿Por qué digo así? Está llegando a las vías del tren. Vías que dividen a los que creen ser normales, de los pobres. Vías que te recomiendan no cruzar. Vías que cortan y tapan una triste realidad.
Del lado de las casas pintorescas, protegidos del frío viento que suele matarnos en estos meses, se hallaban paradas las autoridades: el señor Intendente y sus secuaces. Del lado de en frente, plazoleta de por medio, nosotros: las banderas y los directores de los distintos colegios de la zona, obviamente, sin escudo que nos ampare del viento, sin costosos tapados y con principio de hipotermia.
Traté de escuchar lo más que pude de todos los discursos que dieron. No por ganas que surgieran en mí, ni respeto hacia el director (que tampoco quería estar ahí), ni mucho menos por respeto hacia, quienes menos respetan, los cómodos de en frente. Intenté poner atención por la inmensa lástima que me generó ver a esos pobres hombres y la tomada de pelo que les estaban haciendo esos sinvergüenzas. Sin embargo, no pude. Mi cabeza se perdió y empecé a pensar.
Noté que sólo presenciábamos el acto las autoridades y los colegios, por ende, los que debían ir por algún tipo de formalidad. Es decir, los que eran obligados a ir, cuando debería surgir de la comunidad acompañar en tan importante recuerdo. Los minutos pasaban entre tantos discursos y se hicieron las diez de la mañana, horario en que la gente que no trabaja, sale a la calle a hacer mandados. ¿Podés creer que nadie frenó para participar? Si bien todos sabían el motivo de la reunión, hicieron lo que mejor sabe hacer el argentino para zafar: hacerse el boludo. ¿No debería ser un reconocimiento de parte de todos? ¿No les importa nuestra historia? Inmediatamente recordé mi cara de enojo cuando nos dictaron el comunicado para salir del establecimiento e ir a aquel actito, porque si hay algo que no me falta, es autocrítica. Me di vuelta, le pedí perdón al director y le agradecí tener la oportunidad de hacerlo. Una compañera me respondió que no le molestaba ir a los actos, pero que en este hacía frío y que si no estuviera en la bandera, haría exactamente lo mismo que esos estúpidos que se hacían los distraídos. Tanto me enojé, que la miré y le dije: - “¡¡Frío pasaron esos soldados por defender algo nuestro, lo menos que podemos hacer es pasar una hora acá!!” No dijo más nada.
El acto seguía. Los hombrecitos de negro se turnaban con el micrófono y cada uno que pasaba a hacerse el interesado y hablar, contaba como había sido la historia. Historia que habían aprendido cinco minutos antes de salir, mientras tomaban su café con leche y pensaban en lo aburrido que sería el acto que estaban presenciando. Historias que escupían de memoria. Historias que intentaban calmar a los soldados. Soldados que tuvieron el trabajo más riesgoso del mundo y que hoy viven de changa en changa con la cabeza completamente quemada y alguna parte del cuerpo amputada.
Venía sospechando de que se trataba de una completa farsa hasta que llegó final, aquello que rebalsó el vaso. Lo más esperado se convirtió en lo más triste. La Marcha de Malvinas empezó a sonar. No solo éramos la única institución que la sabía (gracias Ana por atormentarnos años y años para que la aprendamos), sino que, para colmar la situación, los muy caraduras del gobierno sostenían contentos un papelito de donde la leían con cero ganas. En este preciso instante me pondría a llorar. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué nos estamos conformando con esto? Escucho muchas quejas a diario, pero que conste que lo permitimos. No son autoridad, no están ahí porque sí.
Volví al colegio con más ganas de sentarme a estudiar y pelear por mi país, por mi vida, por el futuro que quiero dejarle a mis hijos y a todos los que vengan después. Para que ellos tengan la oportunidad de sentirse orgullosamente argentinos.

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