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viernes, 24 de enero de 2014

DIÁLOGOS DE PERROS, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Ayer por la mañana, bien temprano, nada más salir de mi habitación, en la residencia de ancianos, me encontré con un nuevo compañero, recién incorporado. Estaba sentado en una confortable butaca, en el salón de lectura, frente a uno de los grandes ventanales. No había nadie con él. Parecía observar el conocido paisaje con atención. Junto a sí, en una pequeña mesita, tenía un libro, una libreta, grande, de color marrón, cerrada por una goma roja que la recorría de arriba abajo, y una pluma estilográfica. Me llamó la atención la pluma, pues me gustan mucho. Así que me acerqué a él. También lo hice por curiosidad y cortesía, claro.
-Buenos días -le dije- Es usted nuevo, ¿verdad? -pregunté haciendo gala de muy poca originalidad.

-Sí, señor; recién matriculado -me respondió sonriendo y tendiéndome una mano- Benito Pérez, para lo que guste mandar.

-Ese nombre me suena -le dije sonriendo a mi vez en tanto le apretaba la mano.
-Una broma de mi padre, que era muy gracioso. Y aparte de ser muy gracioso me dijo que sabría enseguida, por la reacción de la gente ante mi nombre, con quién me las veía. Así que deduzco que usted es algo leído. De otra forma mi nombre lo hubiera dejado indiferente.
-No está mal la deducción -respondí sonriendo-. Pero, caramba, no creo que haga falta llamarse Cipión y Berganza para saber si nuestro interlocutor conoce a Cervantes.
-Efectivamente. Algo parecido le objeté yo a mi querido padre cuando tuve uso de razón. Pero, en fin, es una tontería sin más; y como a todas las tonterías no hay que darles sino el valor que tienen. Yo, por ejemplo, me podía haber cambiado de nombre, y no lo he hecho. Por pereza y por desinterés. Y tampoco crea que han sido muchos los que se han asombrado cuando me he presentado.
-A alguien le habrá sonado su nombre al de alguna calle o avenida.
-A más de uno, sí, señor. Y suponían que el tal Benito Pérez era un general o un almirante de alguna guerra contra los moros o los romanos, o el francés. Al principio me enfadaba la suposición y la ignorancia; luego comencé a decir que sí, que así era, que el tal Benito era mi bisabuelo, que perdió un brazo en una batalla naval, la segunda más grande que han conocido los siglos, y que salió a flote nadando con un solo brazo y cargado con un sable que tengo yo en casa. El brazo que le faltaba se perdió en el fondo del mar. El sable, como le he dicho, lo conservo.
-¡Qué pena! -exclamé por decir algo.
-Bueno -respondió con resignación risueña- a casi todos nos entierran a plazos. Una muela por aquí, un diente por allá, pelos, anginas, apéndices... lo que quiera. Pero pocos llegan a la tumba con la virginidad a cuestas.
-Sí, en eso tiene razón. Nadie de los que estamos aquí nos vamos a ir enteros a la huesa.
-Afortunadamente. Al menos nos iremos bien viejos y bien zarandeados. Y contra más viejos y zarandeados estemos, mejor.
-Hombre, qué quiere que le diga. Yo no le tengo mucho apego a la vida.
-Yo tampoco; pero toda mi vida he gozado de un carácter un tanto independiente y rebelde, arisco si quiere usted. Y ya sabe, dicen que a partir de una determinada edad, nos hacemos conservadores. Pues yo no. Tal vez por llevar la contaria.
-Eso -le objeté- lo lleva la vida misma: con el paso del tiempo hay personas que comienzan a depender de uno; y, claro, uno se asusta, pues ya no está solo, y tiene que responsabilizarse de las cargas que ha tomado. Estoy hablando de los hijos.
-¡Muy bien! -exclamó don Benito-. Se sabe usted la lección de maravilla. Por eso los empresarios, al menos los de mi época, no querían a gente con carreras o preparados, con másters e idiomas, sino que buscaban trabajadores que tuvieran hijos, coche e hipoteca. Nadie más dócil que estos. Ni más temerosos de dios y de sus sacerdotes.
-Bueno, tampoco exagere. Sabe que en esta vida todo tiene un límite. Y hasta los casados con hijos y suegra lo tienen.
-Es posible. Pero reconocerá usted que en este nuestro querido país tenemos más paciencia que san Benito: aquí soportamos todo lo que nos tiren.
-Es una interpretación. Otra podría ser que el español en el fondo es un escéptico, y que todo le da igual porque sabe que nada va a cambiar.
-¿Usted cree? Es posible que tenga razón; pero ¿no cree usted que a menudo el escepticismo se parece mucho a la pereza mental?
-Sí, es muy posible -le dije tarareando la vieja canción:

Cada vez que me acuerdo
que me tengo que morir,
echo la manta al suelo
y me harto de dormir.

-Pero de verdad -añadí a continuación, ¿cree usted que esa es la típica postura del español?
-No lo sé. Sinceramente. Ya sabe que las generalizaciones son siempre peligrosas. ¿Es usted escéptico?
-No; yo soy viejo. Y sí, unos días soy escéptico y otros un poco optimista. Quizás necesite esto para tirar hacia delante. Aunque a estas edades, me parece ya una tontería. Sí, creo que siempre he sido un poco escéptico.
-Bueno. Tontería o no lo que está claro es que es muy difícil la autodefinición. Quizás porque vemos en nosotros mismos la complejidad y los cambios de humor que no vemos en los demás. Tal vez sea más fácil hablar de generalizaciones si hablamos de épocas históricas que de personas.
-Entonces, señor mío, el escepticismo no sólo me invade sino que me cubre de arriba abajo, como el aire.
¿Tan grave es? ¿Qué pregunta más absurda? -me dijo sonriendo-. No hace falta que se esfuerce: ya me imagino la respuesta. ¿Qué opina usted -me dijo cambiando de tono, como si la conversación fuera a derivar por otros derroteros- de aquella famosa tontería de que el pueblo que no conoce su historia está obligado a repetirla?
-Lo que usted ha dicho ya, que es una tontería. Por varias razones: primera, y las digo según se me ocurren, sin evaluarlas, porque el hombre, por desgracia, siempre es idéntico a sí mismo. Y segunda porque no hay ningún pueblo que conozca su historia. Y tampoco es que haga falta entrar en detalles. Quiero decir que sería suficiente, por ejemplo en el caso de la corrupción, y dado que somos un país de lengua románica, con leerse la historia de Roma. Ya sabe que los cónsules acumularon poder y riqueza; y casi siempre estuvieron enfrentados a la plebe. Y cada vez que se hacían cargo de una provincia, volvían cargados de esclavos y de riquezas.
-Igual que ahora. Aunque ahora ya no hay plebe ni proletarios. Ahora todos somos ciudadanos por más que usted, o el vecino, sea más de pueblo que las amapolas. Pero sí, estoy de acuerdo con usted. No obstante, no tengo mucha idea de la historia de Roma. Por mi padre, y por el nombre que me puso, le diría a usted que casi estaba condenado a ser un estudioso del siglo XIX.
-El destino.
-Sí, el destino. Me gusta esa palabra y ese concepto: a veces, cuando no se puede más, se acepta cuanto a uno le sucede con resignación y paciencia; y otras, se lucha y se gana y se cree uno superior a los dioses inmortales.  Aunque, como sabe, la lucha nunca termina. Creo que una imagen que define muy bien a la Humanidad es el mito de Sísifo: siempre estamos subiendo la misma roca por el mismo lugar. Y nunca logramos nada. Es un castigo eterno.
-En eso no estoy de acuerdo con usted: hay avances técnicos, y de todo tipo. Cualquiera de nosotros, hoy, vive mejor que un rey de la Edad Media, o del siglo XIX, si usted quiere.
-No me salga usted por peteneras. Si hablamos de los avances tecnológicos es una cosa, y si hablamos de la repetición de la historia es otra, y bastante distinta. Por ejemplo el corrupto del siglo XIX tenía que ir por ahí cargado con las joyas de la corona, o con el dinero metido en una maleta a rebosar. Hoy en día no llevan nada en las manos: con un ordenador o un móvil tienen más que suficiente.
-Sí, tiene usted razón: por desgracia no hay paralelismo entre los avances técnicos y los espirituales, por llamarlos de alguna manera.
-Y por desgracia de nada sirve el conocimiento de la historia. Creo que hace años que esta ya no se estudia ni en la educación primaria ni en la secundaria. No obstante, por lo que parece, usted y yo conocemos un poco nuestra historia. ¿Y nos ha servido dicho conocimiento para frenar la corrupción? No. Nos ha servido a usted para darse cuenta de que sucede ahora lo mismo que ya sucedía en la Roma de finales de la República; y a mí, más moderno, hasta para darme cuenta de que por no cambiar no cambian ni los nombres de los corruptos. ¿Conoce usted la historia de la reina doña María Cristina, madre que fue de ese angelito conocido con el nombre de Isabel II, y de su morganático marido?
-No mucho. La historia del siglo XIX no es mi fuerte.
-Pues es una pena. No tiene desperdicio dicha época. Y más a la vista de algún que otro morganático matrimonio actual.
-Yo hace tiempo que comencé a pensar que siempre ha pasado lo mismo... Mire usted, un día me acordé de san Agustín, y de aquello que para lograr la verdadera justicia, la tierra tiene que ser igual al cielo, o algo similar; y me percaté de que lo que siempre era igual era un momento histórico a otro: jueces venales, crímenes, asesinatos, corrupción... Hay vidas paralelas y corruptos paralelos. Y momentos históricos que siempre parecen los mismos, aunque cambien los decorados y los trajes.
-En eso estoy de acuerdo con usted. Tanto que leyendo lo que sucedió la noche de san Daniel, o las terribles matanzas de Fernando VII, y viendo lo que está sucediendo actualmente con los jueces, los penados y los políticos, pensé que había que cambiar no ya la sociedad, cosa imposible e impensable, sino la imagen de la Justicia. En vez de poner a esa señora con la balanza, la espada, y la venda en los ojos, con el título de Lex dura lex, deberían poner aquella imagen tan bonita de una casa de discos, la de un perro sentado oyendo un gramófono, y el significativo rótulo de la voz de su amo. Si lo pone en latín quedará más propio.
-No está nada mal. Pero entonces hasta las personas más ingenuas se darían cuenta de por dónde van los tiros. Y no creo que eso les interese.
-Este sería otro tema digno de estudiar. Aunque tal vez no haya más que uno, y sea siempre el mismo: lo que se esconde tras las palabras.
-Eso, señor mío, depende de quién las maneje, y con qué fines.
-Evidentemente. Oír hablar a un político...
-Da pena. No tienen ni la más mínima idea de retórica, de captatio benevolontiae. Todo en ellos se reduce a hacer al receptor u oyente más tonto de lo que son ellos.
-Así es. Les ha perjudicado mucho -añadió con una amplia sonrisa- la invención del micrófono. Antes, cuando no existían esos cachivaches, en las tertulias o cafés, véase el famoso de La fontana de oro, se tenían que preparar los discursos, tenían que saber hablar bien, declamar, poner énfasis en cuanto decían. Ahora todo es improvisado, y como la cultura que tienen nuestros políticos de tres al cuarto, así salen los discursos: tonterías mal dichas. Hasta con faltas de ortografía si me apura usted.
-Sí, es cierto. Hay un personaje clásico que no me gusta nada ni como político ni como persona, Cicerón, pero cuya obra no me canso de leer. Sobre todo las Catilinarias.
-¡Hombre! De ese también habla mi tocayo en uno de sus Episodios nacionales. Creo recordar que lo hace para exaltar la importancia del latín, del conocimiento de esa lengua. Pero esa es una de las pocas cosas en las que no le he hecho caso a don Benito: a mí me gusta más la historia contemporánea, la actual. Roma me queda muy lejos.
-Bueno, Roma, junto con Grecia, es la raíz de todo. Yo estudié filología. Y los filólogos, como dijo Azorín, somos buena gente, y algo místicos: como los anacoretas nos alimentamos de raíces.
-No le falta razón a Azorín; pero creo que en el fondo todos hacemos lo mismo. Buscamos las causas de las cosas, creemos hallarlas, y nos quedamos tan tranquilos. Pero, ¿de qué sirve todo eso?
-Está rejuveneciendo usted. Esa es una pregunta típica de adolescente. No sirve de nada. Yo, por ejemplo, sé, entre otras, la etimología de la palabra sarcófago, teatro, etc. Pero hoy en día ya no hay sarcófagos ni teatros. Los lupanares se han transformado en otras cosas, las basílicas ya no son lo que eran, ni la república ha sido lo que su nombre indicaba... ¿para qué seguir?
-Bueno, ante tan desolador panorama lo único que puedo alegar es aquello de que me quiten lo bailado. Quiero decir que yo me lo he pasado muy bien leyendo y estudiando. Los libros han sido mi vida, no concibo esta de otra forma; y tal vez lo que menos me interesaba era cambiar el mundo: no soy un hombre de acción.
-En eso nos parecemos. Yo hubiera sido feliz siendo un fraile medieval encerrado en un scriptorium, dedicando mi vida a leer libros, a copiarlos y a cantar gregoriano. Luego, cuando salgamos a caminar, si no le molesta, le cantaré a usted las lamentaciones del profeta Jeremías. Aquí no me gusta hacerlo.
-Será un placer oírlo. Y continuar conversando con usted. ¿Sabe? Cuando decidí venir aquí me dio un poco de miedo pensar la gente con la que me iba a encontrar en esta mi última residencia. No me imaginaba que iba a comenzar el último tramo de mi vida con estos niveles.
-¡Ay, señor mío! -exclamé levantándome y tendiéndole la mano de nuevo, pues tenía que irme a mi habitación a por las pastillas y a cumplir otras urgencias- siempre, allá donde vaya, encontrará un roto para un descosido.
-Nos vemos luego -dijo apretándome la mano con fuerza- quiero oír las lamentaciones del profeta Jeremías. A mí también me gusta la música. Igual que a don Benito -murmuró.
-Pues hasta luego -dije pensando que el diálogo con mi nuevo compañero podía ser un prólogo mal pergeñado para Cipión y Berganza, los perros más inteligentes del siglo XVII y aun de los venideros.

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