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viernes, 29 de agosto de 2014

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER III - Qué solos se quedan los muertos, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


Estaba haciendo lo que llevaba bastante tiempo deseando hacer: ir caminando, bajo un cielo plomizo, desde el pueblecito donde me alojaba hasta el monasterio de Veruela. Visitar dicho monasterio, fui el único visitante, e irme luego por aquellos caminos, un día a Trasmoz, otro al parque natural y otro a Añón. En total fueron tres o cuatro días de caminatas, reflexiones y diálogos conmigo mismo y con mis fantasmas. Quizás como también hiciera Gustavo Adolfo Bécquer en su momento. Iba por los mismos sitios por los que, sin duda, caminó él, solo o en compañía de su hermano Valeriano. Yo iba solo. Hacía frío pese a no estar ya en invierno.
-Me resulta difícil decirle si fui por aquí o por allá. Esto está tan cambiado.
-Añada a eso que la descripción que hace usted de la entrada al cenobio no es del todo correcta. Venir aquí con su libro, Desde mi celda, es para volverse loco.
-Hombre, tampoco exagere.

-No. Era una pequeña broma. En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica[1].
-Eso lo dije yo en algún lugar. Y por lo que veo no me han hecho mucho caso. Era de esperar, por supuesto.
-Todo se transforma y cambia. Todo. ¿Sabe? A veces a mí también me da rabia tanto cambio y tanta mudanza. Quiero decir que me hubiera encantado venir aquí, como hizo usted, y quedarme a pasar una temporada. Pero ya no están las celdas, ni hay casi nada.
-Sin embargo, veo construcciones nuevas.
-Sí. Un parador nacional, es decir un hotel de lujo.
-Si se lo puede permitir.
-No, no puedo; pero tampoco se trata de eso, sino de la pérdida del encanto...
-En mi época todo esto estaba en ruinas. Y, bueno, nos queda la cruz negra, está el Moncayo, y están las magníficas puestas de sol, más la iglesia y los torreones defensivos.
-Sí. Y el parador nacional. Un buen amigo mío dice que hemos convertido al país en un parque temático. Y gracias a ello se mantienen en pie muchas cosas que de otra forma serían historia por no decir ruinas o piedras de otros edificios.
-Y eso que somos un país tradicionalista y algo conservador.
-¡Ah! Pero el dinero es el dinero y acaba con todas las diferencias ideológicas. Y con los conventos y los castillos.
-En eso tiene usted razón. No obstante, querido amigo, siempre nos quedará el dolorido sentir.
-Sí, desde luego. Y esa cosa vaga y etérea que queda flotando en el aire, que se nos mete en el cuerpo y estalla cuando uno menos lo espera.
-Misterio indefinible. Que, a veces, nos aproxima más a las realidades, etéreas o incorpóreas, que la filosofía o la más sesuda de las reflexiones. El gran poder del arte, de la palabra, y de la sugestión; sí, eso parece que sigue a pesar de todo.
-Y a ese misterio cabe añadir otro más: cómo a diversas personas la misma cosa le afecta de formas diferentes; y cómo con los años se van transformando esas visiones. Ante tanta transformación, no puede uno por menos de preguntarse que en cuál de ellas reside la verdad.
-No lo sé. Si no se explica mejor... Tampoco sé si es lícita esa pregunta. Tal vez en todas, y tal vez en ninguna. Y seguramente sin unas no se pueda llegar a las otras, ¿no cree?
-Yo tampoco lo sé. Lo único que creo tener un poco claro es lo que he experimentado en cada una de mis épocas, sin demasiadas sutilezas, por supuesto.
-Cambiamos a lo largo del tiempo, querido amigo; y vemos desaparecer cosas y personas sin llegar a comprender prácticamente nada.
-Creo que fue esa rima de usted la que me hizo, por primera vez en mi vida, elogiar la ignorancia...
-¿He dicho yo eso en algún poema? No recuerdo...
-No, no lo ha dicho. Yo lo malinterpreté: si para que haya poesía se requiere del misterio, la ignorancia, pensé, es buena.
-Pero, hombre, por Dios, donde hay ignorancia no hay misterio: no hay nada. El misterio surge con la pregunta, con la inquietud. ¿Qué misterio quiere usted que haya en la ignorancia?
-El miedo.
-¿Cómo?
-Es muy sencillo. Y sin dármelas yo ahora de sabio, le puedo decir que, de joven, cuando leí algunas de sus leyendas, más de una vez se me pusieron los pelos de punta. No sé, sin ánimo de ser exhaustivo, le puedo nombrar Maese Pérez el organista, El monte de las ánimas...
-Son pequeñas bromas. Aunque he de confesarle que también a mí se me erizaron los cabellos al imaginarlas. Pero no es un miedo paralizador...
-Pues no me parece usted un hombre especialmente miedoso. O lo disimula muy bien.
-¿Por qué dice eso?
-Por la facilidad con la que usted se movía por entre las tumbas de este monasterio, por su abandonado claustro, o por los inexistentes caminos de aquellos años.
-Quizás no tuviera miedo porque iba buscando lo que sólo hallaba mediante ensoñaciones o a través de la escritura.
-Yo también he experimentado una cosa parecida, aunque en mi caso ha sido debido a la edad. He vivido mucho más tiempo que usted, aunque, tal vez, no tan intensamente.
-Eso último suena a disculpa. Y no tiene porqué disculparse por haber vivido más que yo. Yo, entre otras cosas, era un fumador empedernido. Y por lo que veo usted no lo gasta.
-No.
-¡Vaya por Dios! ¿Y qué sucedió para que las Leyendas le pusieran los pelos de punta? Si no es indiscreción preguntarlo.
-No, no lo es. Recuerdo que siendo joven me fui de viaje con un amigo. Íbamos con un destartalado coche; llevábamos sacos de dormir, y dormíamos donde nos cogía la noche, sin gastar nada en pensiones ni hoteles.
-Ahorrarían ustedes mucho dinero.
-Tales economías nos permitieron recorrer casi todo el país, catando el vino de cada sitio, claro. Yo trazaba las rutas. Y un día se me ocurrió pensar que deberíamos acercarnos a un convento cisterciense, pues siempre me ha gustado mucho el canto gregoriano. Y en aquel coche no teníamos ni radio, ni música. Pensado y hecho.
-Ve, eso es lo que yo eché de menos cuando estuve aquí con mi familia. Me hubiera encantado oír a maese Pérez, o a los monjes.
-Yo tuve suerte: llegamos al convento un día por la tarde. Entramos en la iglesia, y los frailes estaban cantando. Caí en éxtasis.
-Es bello el canto gregoriano.
-Sí, mucho. Al menos a mí me lo parece. Pero el amigo que iba conmigo sintió una especie de repulsa... Para él aquellos cánticos le sonaban a muerte, a ultratumba, a cementerios feos y con flores artificiales.
-Bueno, hay que reconocer que algunos de ellos pueden ser interpretados de esa forma un tanto burda. Pero no todos, no todos.
-La cuestión es que por la noche, tiempos aquellos, nos quedamos a dormir en un campo no muy lejano del convento. Y no sé porqué me acordé yo de su leyenda El beso.
-Ya me imagino el resto: se la contó usted estando los dos en medio del campo. Y su amigo, impresionado sin duda por la música gregoriana, se asustó.
-Sí. Y fíjese, ahora me río; pero en aquel momento me asusté: es verdad que yo cargué la mano en la historia del soldado enamorado de una estatua fúnebre... pero jamás imaginé que mi amigo saliera del saco como flecha disparada por el arco, y se negara a quedarse allí, en mitad del campo. Le entró tal pánico que nos tuvimos que ir. Fue la única noche que dormimos en una pensión. Y por supuesto los dos en la misma habitación.
-Tampoco es para tanto la leyenda, ¿no le parece?
-Es preciosa, como todas sus leyendas, pero...
-De todas formas hay personas a las que el mundo de ultratumba les causa verdadero espanto. He observado que conforme el hombre se hace más refinado, más y más terror le produce la muerte y su desaparición física. Quizás estamos olvidando las cosas fundamentales de la vida.
-Quizás. De todas formas yo también creo que es un poco cuestión de edad. Verá, yo de pequeño también era muy miedoso: todo me daba pánico, y más que nada tener que ir a visitar a algún fallecido.
-Como usted sabe yo tuve contacto con la muerte desde fecha muy temprana.
-Sí. Qué solos se quedan los muertos. Y los vivos.
-Los vivos se pueden mover y buscar a otros tan vivos como ellos.
-Sí. Noté que ante la muerte, me surgían ganas de vivir, y de hacer algo que me demostrara que estaba vivo... Pero a partir de una determinada época, me entraron unos enormes deseos de hacer lo que no nunca antes había hecho: visitar el cementerio de mi pueblo. Ya no me inquietaba ver a los muertos ni halar con ellos.
-Es algo que se debería hacer con cierta frecuencia. No debería haber esa separación tan tajante entre la vida y la muerte.
-También los cementerios deberían cambiar, y ofrecer otra visión de la muerte.
-En eso tiene razón: los cementerios cristianos son un tanto lúgubres. O mejor, son feos. Rematadamente feos. Desde muy niño concebí, y todavía conservo, una instintiva aversión a los campo santos de las grandes poblaciones: aquellas tapias encaladas y llenas de huecos, como la estantería de una tienda de géneros ultramarinos; aquellas calles de árboles raquíticos, simétricas y enarenadas, como las avenidas de un parque inglés; aquella triste parodia de jardín con flores sin perfume y verdura sin alegría, me oprimen el corazón y me crispan los nervios. El afán de embellecer grotesca y artificialmente la muerte me trae a la memoria esos niños de los barrios bajos a quienes después de expirar embadurnan la cara con arrebol, y entre el cerco violado de los ojos, la intensa palidez de las sienes y el rabioso carmín de las mejillas, resulta una mueca horrible.[2]
-No se puede decir mejor, ni con menos palabras. Yo también siento atracción por los cementerios de aldea. Y un poeta andaluz, gran admirador suyo, sintió un especial cariño por los cementerios norteamericanos, sin vallas, con las tumbas casi al lado de las casas, y sin edificios tétricos y lúgubres. Allí parece que los muertos están tomando el sol en un jardín... Hay una imagen bellísima de ese poeta: habla de un pajarillo que va de la lápida de una tumba al alfeizar de una vecina ventana...[3]
-Y los niños pasean por entre las tumbas... A nosotros nos va lo solemne. El problema está en cuando lo solemne no es bello. Yo también escogí un lugar donde quise ser enterrado. Pero esto de que te metan en panteones y demás... ¿Qué quiere que le diga? ¿No puede el hombre mostrar su agradecimiento de otra forma? ¡Yo quería estar al aire libre! Y al lado del río[4].
-Le pasó a usted lo mismo que a la pobre doña Leandra Quijada, señora que fue de Bruno Carrasco.
-¿Quién es esa señora?
-Una heroína de don Benito. Aparece en el episodio titulado Bodas reales. La pobre mujer, nacida en la Mancha, y trasladada a Madrid, suspira por volver a su pueblo, o, por lo menos, por ser enterrada en tierra y sin que ningún árbol le haga sombra. Y meten su cadáver en un nicho.
-¡Vaya con don Benito! ¿Y qué tal es doña Leandra?
-Una excelente persona. Sin duda la madre que no nos merecemos nadie.
-¿Tan malos somos?
-No, no creo que sea un problema de maldad. Más bien de ignorancia. De no comprender que todo es un rayo de luna. Y cuando lo comprendemos ya es demasiado tarde.
-Es entonces cuando surgen las ansias por visitar a los muertos, por hablar con ellos y por decirles todo aquello que no se les dijo en vida, ¿es así?
-Al menos en mis caso, sí.
-Y entonces es cuando le gustaría que ellos se levantaran, y se fueran a pasear con usted en tanto mantenían largas y fluidas conversaciones.
-Efectivamente.
-¿Sabe? En esta vida casi todo se alcanza. Y eso que usted busca, llegará. Ahora, debe estar preparado, pues como dijo aquella joven princesa tebana, Antígona, son pocos los años que vamos a estar con los vivos; con los muertos, por el contrario, estaremos toda la eternidad.
-Quizás por eso sus leyendas son ya una aproximación a esa bella intemporalidad.
-Me halaga usted; pero, sí, tal vez tenga razón. Ahora bien, nunca me hubiera imaginado que mis narraciones provocaran  reacciones como la de su amigo.
-Sí, es interesante comprobar cómo perduran en nosotros cosas tan atávicas. El miedo, sin duda, lo es. Por eso me parece que los muertos no están tan solos.
-¿Usted cree? No sé. Tal vez tenga razón. ¿Y los vivos? Bueno, estos dependen del grado de imaginación que tengan. A los muertos, pobres, no les queda ninguna. Y, sin embargo, forman parte de nosotros, y en nosotros siguen viviendo.
-Efectivamente.



[1]   Gustavo Adolfo Bécquer, Tres fechas, I
[2]   Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda. Carta III
[3]   Juan Ramòn Jiménez, Diario de un poeta recién casado. Son varios los poemas de Juan Ramón dedicados a los cementerios norteamericanos. Aquí, evidentemente, el personaje se refiere al que aparece en el poema en prosa CXL, fechado el 19 de mayo y titulado Cementerios.
[4]   Véase Desde mi celda. Carta III

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