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miércoles, 25 de febrero de 2015

AGONISTAS Y ANTAGONISTAS EN LA LITERATURA. FACUNDO, EL GRAN ILUSIONISMO DE SARMIENTO, por Alejandro Bovino Maciel, de Corrientes, Argentina

Domingo Faustino Sarmiento ha sido y será el mayor enigma de la historia nacional de los argentinos. Nacido casi en un pesebre cuyano, renegó del interior como el más fanático porteño centralista. Nadie lo superó en sus tiempos como unitario. La división entre unitarios y federales, con truculentos detalles de nuestra elegante historia de dicotomías, odios, montescos y capuletos criollos; fue bandera de todas las batallas, guerras, conmociones, asesinatos y hasta rencillas domésticas del siglo XIX.

Siempre creí que si de un plumazo borrásemos toda la historia de nuestro siglo XIX pocos lo percibirían y nadie lo lamentaría.
Ha sido el registro de dos malones dándose muerte por cualquier motivo. En el fondo, como ya nos lo enseñara el hermano Marx, la cuestión era económica. Si Buenos Aires era la cabeza y puerto natural de la nación, ¿tenía derecho al cobro íntegro de los impuestos y alcabalas aduaneras por su privilegio geográfico?, ¿qué había para  el resto del inmenso territorio, por entonces 14 provincias-estados?, ¿se quedaban mirando la repartija?, ¿pedían limosnas?
Los unitarios sostenían que sólo Buenos Aires tenía derecho a recaudar y gastarse los morlacos en la construcción de la ciudad capital. Los federales objetaban que cada provincia litoral tenía derecho a tener su propio puerto, sus recaudaciones y beneficios ya que las mercaderías que percibían impuestos provenían de todo el territorio argentino, no solamente de Buenos Aires, y que por ese derecho las retendrían y después invertirían en la construcción de sus ciudades y carreteras por entonces muy maltrechas, tal como la habían dejado los Borbones desde la colonia.
Sarmiento, sanjuanino, debería haber sido federal pensando con cierta lógica. Él mismo, como ministro de gobierno de su provincia sufrió la discriminación de la “cabeza de Goliat” como llamó Martínez Estrada a Buenos Aires. Pero  no, David se hizo goliatista y yo diría que fanático que es la peor forma de la convicción porque sólo razona en un sentido. Como decía el finado Churchill “un fanático es alguien que no puede cambiar de idea y no quiere cambiar de conversación”, Sarmiento se hizo unitario y centralista a ultranza. Llegó a presidente e impuso la política centralista como nadie antes. Sarmiento fue el segundo presidente-escritor que padecimos los argentinos. El primero había sido Bartolo-mé Mitre que nos llevó a la desastrosa Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay y después nunca nos explicó por qué. Escribió dos obesos tomos de Historia Argentina pero en vano les aplicarán el buscador de Google; nunca hallarán ninguna explicación de sus medidas de gobierno en todo cuanto escribió. No debo olvidar decir que Mitre empezó esa guerra y Sarmiento la terminó, aún con más crueldad y énfasis carnicero que el precursor Mitre.
Sarmiento escribe una obra, entre novela, historia, biografía y fantasía que todos conocerán: “Facundo. Civilización y barbarie” que aparece en 1874. El personaje central es el caudillo federal de la provincia de La Rioja, el legendario Facundo Quiroga que había sido asesinado en 1835. Sarmiento lo escoge entre miles de caudillos y caudillejos para hacer de él un mal ejemplo, un antagonista perfecto de la felicidad de los pueblos, la grandeza de la nación, la escarapela, el himno y todos los valores suntuarios que utilizan los militares para exaltar el espíritu patriótico en las efemérides nacionales.
Sarmiento sostiene que la desgracia argentina estriba en la existencia de analfabetos del interior que se erigen en caudillos políticos y cometen asesinatos a mansalva, tropelías y desmanes. Y no van a misa. Estos descomulgados provincianos son meros jinetes, vaqueros, campesinos y hasta nómades que no merecen ser escuchados ni atendidos porque no tienen conciencia de ser ni de clase. Representan la barbarie, la crudeza de la brutalidad tanto más peligrosa porque reclutan hordas, huestes y pandillas de réprobos y bandidos que únicamente persiguen el crimen y el pillaje detrás de la mascarada política y social. En síntesis, para Sarmiento el caudillo Facundo y sus secuaces representan la barbarie americana, mientras los unitarios porteños son ejemplo de la civilización, espejo de Europa y especialmente de la Francia e Inglaterra de esos tiempos de donde Sarmiento extrajo el pensamiento liberal que signó toda su vida. No en vano cita al primer ministro francés, Francois Guizot en la “Introducción” del Facundo: “M. Guizot ha dicho desde la tribuna francesa “Hay en América dos partidos, el partido europeo y el partido americano; éste es el más fuerte”.
¿Podía acaso ser de otra manera? Bueno sería que los americanos dejásemos de pensar en nuestra realidad y busquemos soluciones europeas para problemas que no tenemos.
Hay en el “Facundo” de todo y hasta facundia, es decir cháchara maniquea que ve en este formidable antagonista el modelo de todo cuanto es abyecto, vil, rastrero, traidor, inicuo y pérfido. No en vano Sarmiento extiende un cordón umbilical entre Facundo Quiroga y Juan Manuel de Rosas, por entonces gobernador de Buenos Aires y canciller de la Argentina. En un acto de prestidigitación literaria, Sarmiento describe toda la malicia del caudillo del interior concentrada como ponzoña en Facundo para decirnos que Rosas es su perfeccionado epígono, su magistral culminación porque Rosas tiene el poder que Facundo nunca llegó a tener, y por ello resulta triplemente peligroso.
Adolece, el ínclito Sarmiento, de amnesia parcial. Todos los crímenes, saqueos, vejaciones y hasta genocidio que denuncia en Facundo podría aplicársele ‘ab utraqe parte’ al mismo Sarmiento la comunidad paraguaya en premio a sus hazañas como comandante de la Triple Alianza. No hubo salvajismo y ensañamiento brutal que los “aliados” no superaran en cantidad y calidad a los ataques entre bandos de las guerras domésticas.
Por otra parte, el recurso maniqueo de ver en el villano sólo el humo de su pistola siempre genera en el lector la sospecha de parcialidad en el juicio. Y uno, tentado por el demonio de monsieur Descartes, se invita a preguntarse ¿Y qué habría dicho, de haber sido escrita, la historia de Domingo Faustino firmada por Facundo? Además, sabiendo que en sus “Recuerdos de provincia” Domingo Faustino macaneó descaradamente sobre sí mismo, elogiando su presteza, puntualidad, dedicación, aplicación e inteligencia como dicente y docente, ¿por qué yo habría de creerle cuando denosta a un personaje que le cae visiblemente antipático? Si mintió para colocarse laureles marchitos sobre la frente, ¿por qué no mentiría a la hora de cargar pecados en el jubón enemigo?
Borges se lamentaba en una nota diciendo que hubiese sido preferible que el libro por excelencia de Argentina, la Biblia criolla, fuese “Civilización y barbarie” de Sarmiento y no las andanzas de un gaucho matrero y perdulario como es el relato del “Martín Fierro”. Yo no sé, sigo prefiriendo la obra de Hernández a la sospechosa crónica proselitista del maestro de América cuyos horrores no terminaron de aprender diez generaciones de paraguayos. Este magnífico polígrafo que fue Sarmiento, después de haber sentenciado a muerte hasta al último paraguayo, tuvo el descaro de ir a vivir sus últimos días en Asunción del Paraguay. Allí no puso punto final a su desprecio por todo cuanto consideraba vil, ordinario, salvaje y popular.

Por eso los villanos de la historia siempre tienen un revés de trama, así como la mayoría de los próceres. Y ni qué decir de los héroes. Por eso mil veces prefiero sentirme en compañía de gente común y corriente, el olor a laurel me cae indigesto.

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