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viernes, 17 de abril de 2015

MIS COMIENZOS EN EL CAMPO, por Miguel Ábalos, de Montevideo, Uruguay.


A las tres de la tarde de aquel 15 de marzo de 1953  -recién casado-  llegué al kilómetro 68 de la Ruta 5, en el Departamento de Florida, casi en el límite con Canelones, al paraje llamado Paso de Pache, a trabajar para el Haras Uruguay.

             Era una Empresa especializada específicamente en la crianza de caballos de carrera, que tenía también otro establecimiento en Rincón del Pino, departamento de San José, en el kilómetro 76 de la Ruta 1.  Se habían comenzado las actividades en mayo de 1946, con capitales uruguayos y argentinos, cuyo grupo de accionistas estaba muy arraigado a las actividades turfísticas en ambas márgenes del Plata.  Por ese entonces, los productos (potrillos y potrancas) del Haras ya estaban descollando en Maroñas; caso Luceiro, Leblón, Bakelita, Pampita y otros, dando muestras que la dirección técnica y administrativa estaba excelentemente conducida por el más joven del grupo, el Dr. Aureliano Rodríguez Larreta.
             Me tocaría desempeñar la modesta tarea de atender gastronómicamente a los visitantes que llegaran al establecimiento a observar de cerca los productos que en el mes de octubre iban a ser subastados. 
              El establecimiento tenía aproximadamente doscientas hectáreas.  A la entrada  -casi sobre la carretera-  estaban las casas del capataz y de todo el personal.  Había galpones, donde más de cien valiosos productos de un año y medio recibían todos los cuidados inherentes a su preparación.  Al fondo, a unos setecientos metros de la carretera, junto al hermoso río Santa Lucía  -que a esa altura serpenteaba entre montes agrestes-  vivía Alonso, el encargado de la quinta y el tambo, en compañía de su mujer y sus dos hijos.  Y más atrás estaba la casa donde viviría con mi familia y a atendería a los posibles compradores.
                La casita de Paso de Pache era hermosa. Había un enorme comedor a la entrada con una mesa para diez personas. Por la puerta, bajando unos treinta escalones se tocaba el agua. Los dos enormes ventanales a cada costado, mostraban el Santa Lucía en toda su amplitud y su bonita isla montaraz.  Al fondo, la puerta que daba a los dos dormitorios con ventanas al río, en uno de los cuales había un cuadro con la estampa de Coty, formidable campeón  -que mantiene el record de la milla en 1’33 3/5 desde hace ya casi sesenta años-  luciendo las sedas del Stud “Don Ramiro”. Por último estaba el baño.  A la derecha del comedor, después de una arcada, había una sala de estar con tres sofás; a la izquierda un bargueño, a la derecha una estufa a leña, y enseguida la puerta de acceso a la cocina.
           Construida en la parte más alta, rodeada de enormes eucaliptus y sauces que bordeaban el río, la casa despertaba con el canto de la enorme variedad de pájaros de los más diversos colores y el bullicio de sus cantos desde el amanecer hasta la caída del sol era increíble. 
             Desde las ventanas, la vista de los montes e islotes en el agua era más que una hermosa pintura.  Ver zambullirse en picada al Martín Pescador y salir con su presa en el pico demostrando su destreza, era un espectáculo formidable. Enfrente, en la isla, los carpinchos salían del monte con sus crías a echarse al sol.

                Dejé atrás las trasnochadas de Montevideo, para acostarme a las diez de la noche y levantarme a las seis… pero era sensible y soñador, y aquel lugar me atrapó. Para mí todo era novedad: ver cómo se ordeñaban las vacas o se recogía la verdura directamente de la tierra...
              A los pocos días le pregunté a Alonso, el quintero, dónde podía conseguir boniatos y me indicó el camino. Esa misma tarde, tomé una cesta y fui.       Pero fue inútil, me cansé de dar vueltas y los boniatos no aparecían por ningún lado.  No sabía si avergonzarme de mi fracaso, o pensar que Alonso me había jugado una broma… de todos modos, tuve que volver y decirle que no los había encontrado.
           Alonso era un hombre cuarentón, bien de campo. Noté en su rostro una sonrisa burlona cuando me dijo que esa misma mañana le había traído boniatos a su mujer.
              Dejó lo que estaba haciendo, tomó una azada y se encaminó conmigo hacia el lugar.  Caminaba con él y no quería preguntarle para qué había traído la azada, aunque me daría cuenta en el momento de llegar.  La hundió en la tierra y como por arte de magia ¡empezaron a aparecer los boniatos!  Mi expresión ante ese acontecimiento, le resultó aún más divertida que el hecho de no haberlos encontrado.  Usted me va a disculpar  -le dije-  pero yo esperaba encontrarlos prendidos a las ramas, como los zapallitos.  "Pero mire que había sido bruto el hombre’e la ciudá"  -dijo sacudiendo la cabeza-  y comenzamos a reírnos los dos.
               A partir de entonces nos hicimos muy compañeros con Alonso y su familia.        Creo que con esto queda demostrada mi total ignorancia sobre las cosas del campo en aquellos primeros tiempos.

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