La fiesta había arrancado desde la mañana
pero ellos prefirieron remolonear en la habitación del hotel a la espera de un
desayuno bastante distinto al de su Río natal. Desde la ventana podían ver las
paradas del 64, el 86 y el 168, mojones de una peregrinación azul y oro que
marchaba hacia la Boca. Dedicaron la tarde a proveerse de prendas de cuero y
ropa de diseño a pesar de que todos los empleados del shopping estaban
pendientes de los televisores donde se podía ver el partido. El gol de Monzón
desató la alegría pero para ellos seguía siendo algo muy lejano. Al fin y al
cabo, no era Botafogo. ¿Qué tenía que ver con ellos aquella algarabía?
Al
atardecer, se vieron envueltos en un mar de bocinazos, banderas y cánticos que
desfilaban hacia el centro. Ya habían probado el asado y eligieron comer pizza
en un local de avenida Corrientes, a metros del Obelisco. Se acomodaron en una
mesa cerca de la ventana. Sus ojos se perdían entre fascinados e incrédulos en
el desfile incesante de familias ataviadas con camisetas, banderas y gorros que
cortaban el tránsito y convergían en la plazoleta de la República. Dentro del
local una pantalla gigante trasmitía imágenes del festejo en la Bombonera,
donde un pibe con la cara quemada . Para entonces la pizzería era un mundo de
padres e hijos con sus banderas al hombro. Antes de apurar la última copa de
vino uno de ellos corrió a la vereda y negoció en portuñol con un vendedor
callejero. Volvió agitando en el aire una remera azul y oro. En aquel momento
pareció sentirse parte de una fiesta que no conoce de idiomas ni tiene en
cuenta las fronteras.
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