La
primera noticia la dio la Elsa, la hija mayor: en julio Don José cumplía 100
años. Cierto que algunos dudaron porque, según las chismosas del barrio, la
Elsa ya iba por los 75, y estaba medio "gagá". Pero los otros ocho
hijos pudieron confirmar el dato. El viejo había nacido en 1910, en pleno
festejo por el Centenario, así que quedaban cuatro meses para organizarle un
cumpleaños en serio.
Ahí empezó el problema porque Elsa
no tenía un peso partido por la mitad y sabía que poco iba a poder sacarles a sus hermanos, que igual
que ella, no tenían donde caerse muertos. Pero Tito, uno de sus hijos, le
acercó una solución para no resignar la festichola.
Cuando pibe, Tito había jugado a la
pelota en el club del barrio, que funcionaba en el terreno de la sociedad de
fomento de Boulogne. Con sus tacos y sus chilenas había conseguido varias de
las copas que adornaban las vitrinas donde se juntaba la comisión directiva.
Incluso seguía colaborando con carne y chorizos de su carnicería para los
bailes de carnaval y los asados de fin de año. Sus propias hijas daban clases
de patín y la más chiquita bailaba danzas árabes para todas las reuniones.
Hizo el mangazo y no pudieron
negarle el salón para un sábado de julio en el que no había actividades. Así
que Elsa puso a sus tres hermanas mujeres a llamar a todos los parientes. Don
José tenía seis hermanos: uno había muerto pero los otros cinco vivían en
Santiago del Estero, su provincia natal. Cada uno con sus achaques prometió
llegar a saludar al cumpleañero si es que encontraban un lugar para acomodarlo
ya que no tenían plata para pagarse un hotel. La familia del viejo ni soño con
negarse y empezaron a preparar colchones y bolsas de dormir y a sugerirle a la
nena que se quedase algunos días en la casa de una amiga, para liberar una
pieza en la casa.
Tito, que a esa altura, se sentía el
organizador principal del festejo, la puso a su mujer, Rosita, a convocar a los
primos. Sumaban 25 pero no hubo manera de achicar la lista y todos se
entusiasmaron con el reencuentro y prometieron llegar con esposa, hijos y
alguno que otro nieto para presentarle a Don José.
A grosso modo Elsa y Tito calcularon
que tenían que armar una fiesta para unas 150 personas. El lugar era gratis,
pero tenían que darles de comer. Los que llegaban en sus coches, en remís y
hasta en colectivo prometieron acercar
tartas varias y empanadas santiagueñas, y algunas damajuanas de vino. Entre llamado y llamado, todos
comentaban al abuelo como crecía la lista de invitados. El miraba asombrado a todas partes y contestaba:
"No me acuerdo" cada vez que le recordaban su cumpleaños.
Las hijas lo arrastraron al viejo a
una tienda del centro para comprarle un saco sport. ¡Al fin y al cabo, iban a
venir montones de parientes que no lo veía hacía años y él tenía que estar
presentable! Una prima se ofreció a
cortarle el pelo y otra a acercar unos zapatos con cordones que eran de su
finado padre y estaban flamantes para que José los usase en la fiesta.
Una semana antes del festejo
empezaron a llegar los hermanos y sobrinos santiagueños para aprovechar la
estadía en Buenos Aires. Los acomodaron en las casas de los hijos de Elsa, y de
algunos sobrinos, que quedaron convertidas en campamentos gitanos. José los
recibía a todos con una media sonrisa,
la vista nublada y un invariable "No me acuerdo" cada vez que lo
saludaba alguien que lo conoció en otras épocas.
El sábado del cumpleaños no cabía un
alfiler en la casa. Las nietas habían cocinado una inmensa torta con un adorno de
pasta de almendras y los nietos seleccionaron los mejores chorizos bombón y
pasaron buena parte de la tarde aprontando el fuego en la parrilla del club
para agregar choripanes y morcipanes a las contribuciones de la parentela.
Cerca de las 9 entró el abuelo del
brazo de Elsa que reclamó ese derecho por ser la hija mayor. Sonaba un tango de
Mariano Mores y tuvieron que llevar una silla
para que José descansase antes de saludar a la parentela. Desde el trono
improvisado recibió abrazos y besos con la vista perdida. Al rato los bisnietos
acercaron un paquete envuelto en papel plateado. Era un reloj con malla de
acero y un grabado que recordaba su centenario. Se lo pusieron en la muñeca y
lo acarició largo rato, con sus manos curtidas por la cuchara y el fratacho.
Al rato, el viejo empézó a mostrarse
cansado. Apenas dejó que sus nietas mayores lo sacasen a bailar una cumbia.
Mordisqueó un choripán, un permiso que el doctor de PAMI había dado para ese
día. Sorbió un poco de vino. Después se sentó y empezó a pasar la vista por
cada rincón del salón. Alguien dijo que hacía un balance de sus seres queridos.
Tito supuso que en cada pariente recordaba un momento de su vida.
Al terminar de recorrer con la
mirada a la parentela José pareció desencantado. De nuevo alguien supuso que
había hecho la cuenta de todos los que faltaban: padres, mujer, un hermano,
sobrinos. Pero Elsa se empecinó en que no hubiese tristeza en el festejo y la
puso a su nieta menor a bailar árabe, vestida de odalisca. El bisabuelo la miró
aplaudiendo como un chico y cuando terminó le acarició la cabeza a la chiquita.
Pero volvió a encerrarse en sus pensamientos.
Entonces se oyeron unos golpes en el
portón de chapa del club, acompañados por un vozarrón que pedía a gritos que
abriesen la puerta. Y entró Mariela. Media más de un metro ochenta. Tenía una
peluca rubia y enrulada y una figura exuberante enfundada en un vestido con
estampado de leopardo. Sobre su escote generoso, se destacaba una prominente
nuez de Adán.
-Abuelito! Llegó tu nieta preferida!,
dijo, con un tono entre socarrón y melifluo, mientras abrazaba a José. El viejo
abrió la boca desdentada en una enorme sonrisa. -Marielita! Viniste- balbuceó
con asombro. "Tanto tiempo". Y al mismo tiempo le acariciaba los
rulos platinados. Mientras, Elsa cuchicheaba con su prima Chola, la de Lanús.
"Es Marito, el hijo de mi hermana Betty que está por allá avergonzada.
Siempre fue medio rarito, te acordás? Se hizo travesti y se consiguió un novio
del centro. Hace años que el padre le prohibió ver a la familia, pero se ve que
quiso venir. El abuelo lo llevaba siempre a la cancha. Lo quería mucho.
El
abuelo, ajeno a los chimentos, escuchaba las historias que Mariela le contaba.
A ella sí le aceptó una invitación para bailar un reggaeton. Los parientes
miraban la escena, pero no se animaban a contrariarlo. Al fin y al cabo, era el
día de su cumpleaños.
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