Enrique
se despertó esa mañana con un presentimiento ominoso. Nunca supo bien porqué,
pero algo andaba mal. Definitivamente.
Haciendo
caso omiso de los malos augures, desayunó como todas las mañanas, café negro y
pucho. Baño y traje. Cada día menos pelo, pensó mientras se peinaba y los pocos
mechones que le quedaban se enredaban caprichosamente en el peine de dientes
gruesos.
Frente
al espejo, nudo y trabacorbatas. Rutina de más de 20 años. Perfume nacional y
al ruedo. Estuvo hasta casi las seis en su oficina sacando expedientes que no
le importaban a nadie. Tomó el saco de su silla, arriba gabán oscuro y a dar
clase en la facultad. A eso de las siete las tripas le cantaban hambre y pereza.
Decidió cortar ahí.
Subte
A y a casa. En Congreso se quedó dormido y se despertó en Castro Barros. La
pucha se dijo, me pasé varias estaciones y con la orquesta de Santaolalla
zumbándole los oídos se bajó empujando gente. Perdón, perdón, mascullaba
mientras la puerta amenazaba con cerrarse. Transitó la calle oscura hasta
Yrigoyen y se dispuso a caminar con aire cansino las cinco o seis cuadras que
lo separaban de su casa. En la esquina de Colombres vio a lo lejos tres
patrulleros y se fue acercando con pudor e intriga. En el lugar una tela negra
cubría toda la esquina y la cinta policial daba a entender que nada bueno
pasaba tras de ella. Enrique adivinó un muerto y su pavor le hizo llegar a la
esquina, siempre sin acercarse. Giró la cuadra, dio la vuelta manzana y retomó
la calle de su casa.
Esa
noche su mujer le contó que el padre de Diana, una amiga en común, se había
muerto hacía una hora nomás, sobre Colombres. Que Diana lo vió a él y no le
quiso decir nada, de tímida nomás. Enrique la escuchó con pavor. Había pasado
enfrente nomás, lo había visto todo. Como estaban en una reunión de amigos
trató de disimular – con muy poca fortuna – el espanto que le produjo saberse
testigo presencial de la tragedia. ¿Cuántas posibilidades había de que pasara
por ese lugar en ese momento y esa hora? Hacía cuentas mentalmente y le daba
una cifra cercana a cero. Se fue a dormir a eso de las siete, tras una descompostura
padre. No quería cerrar los ojos. No quería dormirse. Le espeluznaba lo oscuro
del sueño. Cayó finalmente en un hoyo negro, sin fondo, sin idea, sin razón,
sin sentido.
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Amancio
cayó fulminado de un dolor insoportable en el pecho. Faltaban dos escasos
metros para llegar a su casa, pero no hubo remedio. No llegó. Cuando recuperó
el sentido lo rodeaba una tela negra y muchos policías. Muchos. Su hija gritaba
y se tocaba la cabeza en forma repetida, como si su muerte fuera el producto de
su imaginación. La tela blanca que cubría su cara no le permitía divisar nada,
apenas sombras y evanescencias. Estuvo allí como una hora. Hasta que lo vió.
Pasaba por la vereda de enfrente, con disimulo, mirando todo de reojo, con
miedo.
Olió
su miedo, olió el pavor, la desconfianza, los estragos de la muerte. Escarbó en
su alma y vio a un buen tipo, algo cansado, con grandes sueños descascarados,
con ansias marchitas, poca guita, mucha calle. Lo llevaron a otro lado, lo
metieron en un lugar frio y lúgubre, lo encajonaron.
A
las siete de la mañana en punto se las tomó. Amancio no era de los que se
quedaba quieto y ese cuerpo lo llamaba. Tenía al menos 20 años menos que él,
pero valía la pena. Que se fueran todos los canas y los médicos a la mismísima
mierda. Él no pensaba seguir allí, no él.
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Enrique
va de un lugar a otro de su cuarto acolchonado. Después de unos años de gritar
al pedo, lo tiraron ahí. Nadie quiso creerle nada. Fueron infructuosos sus
intentos de explicar lo inexplicable. Que otro vivía allí con su cuerpo. Que el
tipo tirado en el cordón se le había metido debajo de la piel y no lo quería
dejar en paz.
Cada
tanto lo dejan salir al parque. No sabe muy bien si una o dos veces por semana.
Lo pone contento, son los momentos en que Enrique y Amancio charlan más distendidos.
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